martes, 23 de septiembre de 2008

El mago sin magia Selvini Palazzoli y otros

Cómo cambiar la situación paradójica del psicólogo en la escuela
Prefasio
Quien decide publicar un libro debe sobreponerse a una serie de dudas, a menudo muy razonables. Piensa que con algo más de elaboración podría mejorarlo, suprimir determinados desniveles, dar el debido realce a conceptos importantes formulados con excesivo sigilo, suavizar algunas ampulosidades extemporáneas... dudas especialmente razonables en el caso de la presente obra.
Es por demás evidente que en este libro se narra de manera implícita la historia de un grupo surgido de la alianza, un tanto heterogénea, de psicólogos que actúan en grandes establecimientos educacionales -escuelas, institutos para recuperación de menores discapacitados, etcétera- con un líder terapeuta de la familia, profesionalmente ajeno a los problemas de la escuela. La confluencia del descontento crónico de los psicólogos con el entusiasmo suscitado por el líder respecto de los modelos conceptuales sistémicos aplicados a la familia, fomentó ilusiones que hubo que redimensionar después en el trabajo de campo, en función de la lección extraída de los errores cometidos. Estos errores, examinados a distancia y con un juicio ya formado, revelan ser de una magnitud tal que hasta cuesta admitirlos. Ejemplo de ello es que el grupo, aunque desde el principio tuvo el pleno convencimiento de que había una diferencia radical entre la posición del psicólogo en la escuela y la del terapeuta en la familia, fue incapaz por largo tiempo de conceptualizar en términos no fragmentarios, claros y exhaustivos en qué consistía esa diferencia. Se obstinó por ejemplo, en realizar intervenciones propias de las terapias familiares. Por último llegó a comprender que los modelos conceptuales adoptados, antes que servir de instrumento a reivindicaciones precipitadas, debían ser útiles para indagar las causas de la disfunción interaccional entre el psicólogo y la escuela. Se pudo aclarar así -y en mi opinión éste es el aporte más válido de nuestro trabajo- que el psicólogo, tanto si su presencia había sido requerida por el establecimiento como en el caso contrario, se sentía en él totalmente descalificado, del mismo modo como se sentiría descalificado por su paciente el psicoanalista de poca valía que omitiese aplicar la norma básica, que en lo esencial consiste en definir la relación con el paciente y dictar las reglas tendientes a asegurar los medios para controlarla.

Pero en el caso del psicólogo, una vez aclarado este punto fundamental surgía una nueva dificultad: la de imaginar de qué manera podría definir por anticipado, en el establecimiento educacional, la relación con los usuarios de sus servicios y estructurar así el contexto adecuado a su profesionalismo. Dificultad nada despreciable si se tiene en cuenta que ni siquiera estaba en claro quiénes serían, en definitiva, esos usuarios.

Es interesante destacar que esa operación, la difícil etapa de las negociaciones con los directivos de la escuela, que por fuerza debe ser la operación preliminar, fue en realidad la última que el grupo encaró. He dado ex profeso el calificativo de difícil a la etapa de las tratativas para que se advierta toda su complejidad. No basta con que el psicólogo entregue a la escuela o establecimiento educacional un programa escrito. En el capítulo final de la tercera parte y también en los puntos tercero y sexto de la ejemplificación de los casos, se indica en qué forma se, debe buscar el consenso en los distintos niveles jerárquicos para que, en los hechos, no resulte sólo aparente.

En la segunda parte, dedicada a las reflexiones teóricas, intentamos presentar el enfoque sistémico, no en términos genéricos, sino aplicado al ámbito educacional específico. En algunos casos lo logramos; véase, por ejemplo, el punto quinto, donde se explica cómo logró el grupo liberarse de determinadas exigencias -incuestionables en teoría pero ilusorias en la práctica- mediante la delimitación, dentro del sistema educacional amplio, de subsistemas operativarnennte accesibles. Otros, puntos, en cambio, dejan traslucir aún la transferencia de modelos teóricos abstractos. "La comunidad escolar como sistema", por ejemplo, requiere de una mayor profundización, aunque más no fuera porque los educadores, sobre todo en la coyuntura actual, no son por cierto figuras cuya perdurabilidad sea comparable a la de los progenitores. Sobre este tema nos remitimos a la reciente investigación de B. Z. Tucker, la cual demuestra que los alumnos [B. Z. Tucker: "The family and the school: Utilizing human resources to promote leaming", Family process. 1976, 5, 1, págs. 97-142.] transfieren con frecuencia al aula los comportamientos familiares, así como los educadores, por su parte, reproducen los modos de comportamiento de los padres. En este sentido cabe señalar que la tan recomendada colaboración entre la familia y la escuela, tal como hoy se la enfoca, es decir, sin el control de oportunas investigaciones, a menudo facilita, en vez de obstaculizada, la transferencia a la escuela (que podríamos llamar "contagio") de algunas disfunciones y mitos familiares que afectan no sólo a los "fracasados", sino también a los inevitables "primeros de la clase". Nuestra investigación aportó múltiples pruebas al respecto.

Los casos ejemplificados en la cuarta parte hacen necesario un comentario explicativo. Creo que no pocos psicólogos con alguna versación en la materia acotarán que no se necesitaba tanto esfuerzo para llegar a intervenciones que muchos efectúan por instinto o por experiencia. El comentario es pertinente. Prueba de ello son las soluciones geniales de situaciones complejas, citadas por Watzlawick en Change o en su reciente obra La realtà della realtà [P.Watzlawick: la realta de la realta, Roma, Astrolabio, 1976], a las que en tiempos cronológicamente lejanos llegó alguien que nada podía saber de parámetros sistémicos ni de acumulaciones retroactivas. En cuanto nos concierne, nos esforzamos por conceptualizar y analizar de modo formalista las metodologías empleadas para que puedan transmitirse -libres de los "carismas" naturales- y ser susceptibles de crítica, discusión y perfeccionamiento.

Por eso, este libro se presenta tal como es, con todas las limitaciones propias de un primer experimento y como propuesta sujeta a nuevas tentativas. El conocimiento de los errores más burdos en que incurrió un equipo de pioneros podrá facilitar a otros un comienzo menos desfavorable.

Por nuestra parte seguimos estudiando y profundizando problemas individuales. Lucio D' Ettorre, miembro de nuestro grupo, está a punto de publicar un ensayo muy sutil concerniente al problema de definir la relación y la discrepancia de las jerarquías lógicas en la interacción entre psicólogos y educadores.

Confiamos en que también en otras latitudes haya quien se interese por indagar estas cuestiones y esperamos que su aporte sea más amplio y valioso que éste.

Nos preguntamos, por último, en el supuesto de que algunos de nuestros lectores sean docentes, cuál será su reacción. A nuestro entender opinarán que la obra está "del lado de los psicólogos". ¡Y tendrán sus razones! Si ya es bastante difícil que nuestro intelecto acepte el modelo sistémico, donde las dicotomías entre "buenos" y "malos" son inadmisibles, mucho más difícil resulta liberarse emocionalmente de determinados condicionamientos. Aun cuando en la nota de la página 28 que se refiere a los profesores "diabólicos", aclaramos nuestra posición conceptual, en no pocas ocasiones, aquí y allá, se entrevé la inseguridad, la desconfianza y la ironía que invalidan las relaciones de los psicólogos escolares con los rectores y docentes. Y sin embargo, o mejor dicho justamente por ese motivo, esta obra es un primer paso para ir al fondo del asunto: tomar nota de las dicotomías existentes para superarlas y establecer auténticos contextos de colaboración.

Se trata, sin duda, de una tarea penosa, equiparable a la que debimos sobrellevar junto con los colegas terapeutas de la familia, cayendo en los mismos errores, para llegar a convencemos de una buena vez del conocimiento sistémico según el cual resulta evidente que dentro de un determinado juego interaccional nosotros, los terapeutas, no hubiéramos sido en absoluto mejores padres que aquellos a quienes nos sentíamos inclinados a criticar.
Mara Selvini Palazzoli




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