viernes, 19 de septiembre de 2008

El caso Gustavito Rudy (Parte 1)

También llamado "el pequeño Gustavo".

Profesor Doctor Karl Psíquembaum.

Introducción.

La técnica creada y desarrollada por el profesor Freud nos ha permitido a los analistas llegar a los más profundos recovecos inconscientes donde se esconden los fantasmas que acechan, acosan y rodean al ser humano.

Como el mismo creador [Freud, no Dios] lo señalara, el psicoanálisis es un camino abierto, y por ese camino se debe andar para seguir cuestionando, porque, como dijera el poeta [No olvidemos que el poeta muchas veces se adelanta al psicoanalista, mal que nos pese]: "Analista, no hay camino: se hace camino al andar"[Antonio Machado y Ballesteros, poeta y psicoanalista español, traductor de Psíquembaum. (N. del editor español.)]. Estos versos nos señalan, de alguna manera, cuestiones que ya habían sido interrogantes de Freud, quien con toda claridad expuso que sus seguidores iban a seguir formulando recursos técnicos que, de alguna manera, enriquecerían la teoría [Y la técnica, claro]

Todo ese párrafo viene al caso para señalar que, en ciertas ocasiones, el analista se ve obligado a replantear la modalidad del tratamiento, a recrearlo, a buscar e implementar nuevos recursos que, no por no ser ortodoxos, dejan de ser válidos.[ Con excepciones extremas, como la del sádico de Badén Badén, que les pegaba a los pacientes que no asociaban]

Es en casos como el que presento a continuación donde, de alguna manera, se pone a prueba al analista, la técnica, la teoría, etc. Es en estos casos donde se ve la gama de recursos que un analista inteligente (yo mismo, en esta ocasión) despliega frente al desconcierto que le producen las peculiaridades a las que se ve enfrentado.
Realmente, a veces ser analista constituye una verdadera aventura.


Primeras aproximaciones

La primera vez que tuve frente a mí al pequeño Gustavo, el encuentro estuvo marcado, como tantos otros avatares del psicoanálisis, por el azar.

Estaba yo en mi consultorio disfrutando de la extraña casualidad de disponer de un horario libre, cuando de pronto golpearon a la puerta. Fui a atender un poco intrigado, preguntándome cuál de mis pacientes habría cometido el acto fallido de equivocarse de horario en algo tan importante como su análisis. Aposté conmigo mismo que se trataba del "Hombre de los relojes" ["El hombre de los relojes", grave caso de neurosis obsesiva que atendí. Mi paciente controlaba las décimas de segundo que duraba la sesión, llegando a reprocharme amargamente cuando me demoraba más de medio segundo en atenderlo. Podía decir cuántas horas había vivido y, aproximadamente, qué había hecho en cada una, lo que no era tan complicado porque no había podido hacer casi nada, ocupado como estaba en controlar el tiempo. Este caso será próximamente publicado, por lo que mi relato del mismo se detiene acá. Espero que el lector haya quedado interesado en la continuación y lo busque con ahínco o con desesperación en las librerías] y perdí. No era. Ni tampoco se trataba de otro paciente. Era una joven que sostenía un niñito en brazos.

Recordé en ese momento toda la tradición fílmica y cuentística acerca de jóvenes que llevan niñitos en cestas para dejarlos al cuidado de otras personas, y tuve una sensación pesadillesca. Luego recordé que en todos esos casos la joven permanecía en el anonimato, al menos hasta la mitad del cuento, y recobré la tranquilidad. Permití a la joven que entrase.

Se presentó como una vecina de mi edificio y, antes de que yo pudiese pedirle asociación alguna con la palabra "vecino", me solicitó que cuidara por un rato a su pequeño Gustavo (ella lo llamó "Gustavito"); ella tenía que salir por un rato a realizar un trabajo y la niñera había faltado. Como el azar reunía a la falta de la niñera y la falta de ocupación de mi horario, acepté, no sin antes solicitarle que volviera antes de que transcurrieran cincuenta minutos, ya que esperaba a un paciente.

La joven se retiró y el pequeño Gustavo y yo quedamos a solas. Los primeros momentos permaneció en silencio, a lo que respondí quedándome en silencio yo también.
Comprendí que el recurso era efectivo, ya que, si el pequeño Gustavo no despertaba, yo no tendría que preocuparme.

Pero, al rato, Gustav irrumpió en llanto.
—¿Qué te ocurre, pequeño Gustav? —le pregunté.
Pero él siguió llorando, sin responder o, en todo caso respondiendo con su llanto. Pensé que tal vez meciéndolo conmovería su estructura y provocada una regresión que lo devolviera a la situación narcisista de la que parecía haber salido. Pero no resultó.


Decidí entonces recostarlo en mi diván para que estuviera más cómodo y, a mi vez, sentarme en el sillón para poder escucharlo mejor y descifrar eventualmente su demanda.


"Tal vez se haya hecho caca", hipoteticé. Pero al disolver el nudo de su chiripá no hubo señales ni huellas mnémicas, olfatorias o escatológicas que confirmaran mi presunción. Descarté momentáneamente la hipótesis.

¿Qué se había puesto en juego en el pequeño Gustav? ¿Cómo jugaría yo, a nivel transferencial, ocupando el lugar de su babysitter mientras su madre se hallaba ausente? ¿Serían los pañales representantes de la represión que frenaban la irrupción de su contenido interno en el exterior inundando así mi consultorio? ¿Pensaría el pequeño Gustav que su madre lo había abandonado? ¿Pensaría yo que la madre del pequeño Gustav había abandonado a su hijo? ¿Pensaría mi propia madre abandonarme? ¿Qué le ocurría al pequeño? Tal vez era demasiado pequeño como para pensar cosa alguna. Hasta podría estar realizan¬do la ecuación "pecho = pecho".

—Te estás comportando como un bebé que reclama el pecho mientras su madre se halla ausente —le interpreté.

El pequeño Gustav lloró más fuerte aún, confirmando lo acertado de mi interpretación. La reacción del pequeño Gustav tuvo, de alguna manera, un efecto doble, podríamos decir un doble sentido, como tantas veces ocurre en el devenir analítico. Por un lado, Gustav lloraba confirmando mi interpretación, pero, a la vez, la negaba con su propio llanto, ya que, lejos de aliviarse, parecía estar más angustiado aún. Por lo menos, yo lo estaba. No soporto oír llorar a un bebé.
Para calmar su angustia (y la mía) decidí tomarlo en brazos y acunarlo. Lo tomé, le dije: "Yo no soy tu madre ni soy mujer, luego, no puedo darte pecho, Gustavito". Al disolver tan bruscamente la transferencia, Gustavito casi se me cae al suelo.
En ese momento llegó la madre y se lo llevó, luego de agradecerme por haberlo cuidado. Habían transcurrido exactamente cincuenta minutos.

Pocos días más tarde, hallándome en mi consultorio, casualmente solo, buscando material sobre el tema "Analidad y analizabilidad", oí que llamaban a la puerta. Se trataba nuevamente de la joven madre que traía a Gustavito para que lo cuidara por un breve lapso. La niñera había vuelto a fallar provocando una fractura que sólo yo podía reparar. [El tema de las fracturas es, por cierto, motivo de amplia discusión clínica. Hay quienes aducen que las fracturas no son del terreno psicoanalítico y prefieren derivarlas a un traumatólogo, pero terminan cayendo en una trampa, en la trampa lingüística que tiende la misma traumatología. ¿O no toman acaso los psicoanalistas a los hechos traumáticos como valioso material? Es necesario, pues, discriminar claramente los campos, para evitarlos extremos de una derivación inadecuada, o de un psicoanálisis encorsetado. ]

Me hice cargo de la situación, dejando para otro momento mis estudios e investigaciones teóricas. La práctica me llamaba. Le pregunté a la joven qué debería yo hacer si a Gustavito se le ocurría tener hambre mientras estaba a mi cuidado. Ella me respondió que esto difícilmente ocurriría, ya que recién acababa de amamantarlo, pero que, de todas maneras, en el bolsito que me dejaba había una mamadera preparada. Evidentemente, la mamadera había sido erigida por la madre en objeto transicional. Ahora había que ver si el pequeño Gustav la aceptaba como tal. La madre, en todo caso, demostraba no ser abandónica.

El pequeño Gustav seguía dormido, transitando su narcisismo, por lo que llegué a la conclusión de que cualquier interpretación sería rechazada. Más aun, ni siquiera sería tomada en cuenta.

"Parece que está cómodo así", proyecté. El que estaba cómodo era yo. Hasta pensé en seguir con la investigación que estaba realizando previamente a su llegada. Pero no. La práctica irrumpe en el contexto suspendiendo a la teoría. El pequeño Gustav se puso a llorar y un extraño aroma comenzó a invadir el ámbito de mi consultorio. De alguna manera, lo anal se hacía presente. La tensión flotaba en mi consultorio. Era necesario cambiar los pañales de Gustavito.

"Esta no es tarea fácil para un analista", pensé. Tenía que abandonar mi lugar de analista en el que tan cómodo me sentía, para pasar al acto, al temido acto. Me vi comportándome como la madre o el padre del pequeño Gustav, actuando la transferencia como en mis peores pesadillas de principiante. Luego, lo real del cuerpo, más precisamente de los olores provenientes del cuerpo, me reclamó. Era necesario cambiar los pañales del pequeño Gustav, y rápido.

El cambio de pañales resultaba más complejo de lo que pensaba y decidí supervisarlo. "Una supervisión de vez en cuando no viene mal, ni siquiera a un analista avezado como yo", pensé. Pero el caso era: ¿con quién? Sin duda, tendría que ser un analista con vasta experiencia clínica y, en lo posible, que tuviera hijos pequeños.

Llamé finalmente a mi colega la doctora Anafreudiana Traumengarten, que había trabajado durante más de dieciocho años en psicoanálisis de niños, y además había criado a diecisiete sobrinos, por lo que obviamente sabría cómo cambiar pañales.

La doctora se sintió muy complacida ante mi pedido de supervisión, a pesar de que mi llamada había interrumpido la elaboración de un sueño (propio), dado que se hallaba durmiendo. Ella me explicó que la técnica psicoanalítica ortodoxa no había elaborado exhaustivamente el método para cambiar pañales, por lo que no existía mucha bibliografía al respecto, pero que, de todas maneras, ella misma podía darme alguna ayuda. Me previno sobre el especial cuidado que hay que tener con el material que se exterioriza al cambiar pañales, para evitar un posible desborde que podría llevar a graves ataques histéricos al analista.


Me comentó finalmente que cierta vez tuvo que cambiar cuatro pañales en una misma sesión y casi se psicotiza. "Evidentemente, la catarsis nos sigue sorprendiendo", siguió.

Le agradecí su invalorable ayuda y corté.
Estaba como al principio, o peor, pues la urgencia seguía siendo tal. En casos como éste hay que dejar de lado la ortodoxia, concluí, y llamé a mi mujer, la que, sin ser psicoanalista, sabe cambiar pañales. Lo hizo rápidamente, el pequeño Gustav se calmó y volvió a su estado narcisista, durmiéndose plácidamente.

Mi mujer permaneció un rato contemplándolo.

—Qué lindo bebé —dijo.
—His majesty, the baby —le contesté.
—¿A quién se parece más: a la mamá o al papá? —preguntó.
—Desconozco aún su juego de identificaciones —le respondí.
Odio que interfieran en mi tarea, me molesta muchísimo que alguien venga a interrumpirme, aun si yo mismo lo llamo, como ocurrió en este caso. Son las contradicciones del deseo y la defensa, qué voy a hacer.
Tomando conciencia de que me molestaba la presencia de mi mujer a pesar de que yo la había llamado, le pedí que se retirase. Lo hizo. En el camino, se encontró con la madre del pequeño Gustav, que venía a buscarlo.

—Qué hermoso bebé —le dijo mi mujer.
—Gracias, señora —le respondió la mamá de Gustavito mientras acariciaba al niño, tratando de reparar su abandono parcial.
—¿Cómo se portó Gustavito? —me preguntó.
Yo no suelo informar a los parientes sobre la conducta o material de mis pacientes, pero entendí que en ese caso sí cabía la información, considerando la edad del bebé y que en realidad no era paciente mío. No aún, por lo menos. No había pronunciado la regla fundamental del psicoanálisis. Así que le hice a la madre un breve comentario acerca de lo que había ocurrido.


—Veo que con usted se comporta mucho mejor que con la niñera —me confió—. ¿No aceptaría cuidarlo dos veces por semana?
De esta manera establecimos el contrato, fijamos horarios y honorarios. Gustavito sería mi paciente.


El tratamiento (Parte 2)



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