jueves, 14 de agosto de 2008

Razones prácticas. Bourdie. Cap. 2

2. EL NUEVO CAPITAL
Me gustaría aludir hoy aquí a los mecanismos, extremadamente complejos, a través de los cuales la institución escolar contribuye (insisto sobre este término) a reproducir la distribución del capital cultural y, con ello, la estructura del espacio social. A las dos dimensiones fundamentales de este espacio, de las que me ocupé ayer, corresponden dos conjuntos de mecanismos de reproducción diferentes cuya combinación define el modo de reproducción y que hacen que el capital vaya al capital y que la estructura social tienda a perpetuarse (no sin experimentar unas deformaciones más o menos importantes). La reproducción de la estructura de la distribución del capital cultural se lleva a cabo en la relación de las estrategias de las familias y la lógica específica de la institución escolar.
Las familias son cuerpos (corporate bodies.) impulsados por una especie de conatus, en el sentido de Spinoza, es decir por una tendencia a perpetuar su ser social, con todos sus poderes
y privilegios, que origina unas estrategias de reproducción, estrategias de fecundidad, estrategias matrimoniales, estrategias sucesorias, estrategias económicas y por último y principalmente estrategias educativas. Invierten tanto más en la educación escolar (en tiempo de transmisión, en ayudas de todo tipo y, en algunos casos, en dinero, como hoy en Japón, con esos centros de cursos intensivos que son las clases preparatorias de ingreso, juku y yobi–ko.) cuanto que su capital cultural es más importante y que el peso relativo de su capital cultural en relación con su capital económico es mayor —y también que las otras estrategias de reproducción (particularmente las estrategias sucesorias con el propósito de la transmisión directa del capital económico) resultan menos eficaces o menos rentables relativamente (como sucede en la actualidad en Japón, desde la última guerra mundial y, en menor medida, en Francia).

Este modelo, que puede parecer muy abstracto, permite comprender el creciente interés que las familias, y sobre todo las familias privilegiadas y, entre éstas, las familias de intelectuales, de docentes o de miembros de profesiones liberales, otorgan a la educación en todos los países avanzados, y sin duda más en Japón que en cualquier otro lugar; asimismo permite comprender que las más altas instituciones escolares, las que conducen a las posiciones sociales más elevadas, estén cada vez más y más completamente monopolizadas por los vástagos de las categorías privilegiadas, tanto en Japón como en Estados Unidos o en Francia. Más ampliamente, permite comprender no sólo cómo las sociedades avanzadas se perpetúan, sino cómo cambian bajo el efecto de las contradicciones específicas del modo de reproducción escolar.


LA ESCUELA, ¿DEMONIO DE MAXWELL?
Para facilitar una visión global del funcionamiento de los mecanismos de reproducción escolar, cabe, en un primer momento, recurrir a una imagen que empleaba el físico Maxwell para hacer comprender cómo se podría suspender la eficacia de la segunda ley de la termodinámica: Maxwell imagina un demonio que, entre las partículas en movimiento más o menos calientes, es decir más o menos rápidas que pasan por delante de él, lleva a cabo una selección, mandando a las más rápidas a un recipiente, cuya temperatura se eleva, a las más lentas a otro, cuya temperatura baja. Actuando de este modo, mantiene la diferencia, el orden que, de otro modo, tendería a desaparecer. El sistema escolar actúa como el demonio de Maxwell: a costa del gasto de la energía necesaria para llevar a cabo la operación de selección, mantiene el orden preexistente, es decir la separación entre los alumnos dotados de cantidades desiguales de capital cultural. Con mayor precisión, mediante toda una serie de operaciones de selección, separa a los poseedores de capital cultural heredado de los que carecen de él. Como las diferencias de aptitud son inseparables de diferencias sociales según el capital heredado, tiende a mantener las diferencias sociales preexistentes.

Pero además produce dos efectos de los que sólo se puede dar cuenta si se abandona el lenguaje (peligroso) del mecanismo. Al instaurar un corte entre los alumnos de los centros muy selectivos y los alumnos de las facultades, la institución escolar instituye unas fronteras sociales análogas a las que separaban a la gran nobleza de la pequeña nobleza, y a éstos de los meros plebeyos. Esta separación es patente, en primer lugar, en las propias condiciones de vida, con la oposición entre
la vida recluida del internado y la vida libre del estudiante, y a continuación en el contenido y sobre todo en la organización del trabajo de preparación a las pruebas; por un lado, un marco muy estricto y unas formas de aprendizaje muy escolares, y sobre todo un ambiente de urgencia y de competición que impone la docilidad y que presenta una analogía evidente con el mundo de la empresa; por el otro, la «vida del estudiante» que, próxima a la tradición de la vida bohemia, comporta muchas menos disciplinas y obligaciones, incluso en el tiempo dedicado al trabajo; por último, es evidente en y por la prueba en sí y por el corte ritual, verdadera frontera mágica, que instituye, al separar al último alumno aprobado del primer suspendido por una diferencia de naturaleza, indicada por el derecho a llevar un nombre, un título. Este corte constituye una verdadera operación mágica, cuyo paradigma es la separación entre lo sagrado y lo profano tal como lo analiza Durkheim.
El acto de clasificación escolar es siempre, pero muy particularmente en este caso, un acto de ordenación en el doble sentido de la palabra. Instituye una diferencia social de rango, una relación de orden definitiva.: los elegidos quedan marcados, de por vida, por su pertenencia (antiguo alumno de...); son miembros de un orden, en el sentido medieval del término, y de un orden nobiliario, conjunto claramente delimitado (se pertenece a él o no) de personas que están separadas del común de los mortales por una diferencia de esencia y legitimadas, por ello, para dominar. Por eso la separación realizada por la escuela es asimismo una ordenación en el sentido de consagración, de entronización en una categoría sagrada, una nobleza.

La familiaridad nos impide ver todo lo que ocultan los actos en apariencia puramente técnicos que pone en práctica la institución escolar. Así, el análisis weberiano del diploma como Bildungspatent y del examen como proceso de selección racional, sin ser falso, no deja de resultar muy parcial.: no impide en efecto que se esfume el aspecto mágico de las operaciones escolares que cumplen asimismo unas funciones de racionalización, pero no en el sentido de Max Weber... Los exámenes o las oposiciones justifican de forma razonable las divisiones que no forzosamente responden a principios de racionalidad, y los títulos que sancionan su resultado presentan como garantías de competencia técnica certificados de competencia social, muy próximos en esto a los títulos de nobleza.

En todas las sociedades avanzadas, en Francia, en Estados Unidos, en Japón, el éxito social depende ahora muy estrechamente de un acto de nominación inicial (la imposición de un nombre, habitualmente el de una institución educativa, universidad de Todai o de Harvard, Escuela Politécnica) que consagra escolarmente una diferencia social preexistente.

La entrega de los diplomas, que suele dar pie a celebraciones solemnes, es perfectamente comparable con las ceremonias de armadura de los caballeros. La función técnica evidente, demasiado evidente, de formación, de transmisión de una competencia técnica y de selección de los más competentes técnicamente oculta una función social, concretamente la de la consagración de los poseedores estatutarios de la competencia social, del derecho de dirigir, los nisei (segunda generación), como se dice aquí. Tenemos pues, tanto en Japón como en Francia, una nobleza escolar hereditaria de dirigentes de la industria, de grandes médicos, de altos funcionarios e incluso de dirigentes políticos, y esta nobleza de escuela engloba a una parte importante de herederos de la antigua nobleza de sangre que han reconvertido sus títulos nobiliarios en títulos escolares.

Así, la institución escolar respecto a la cual, en otros tiempos, cabía pensar que podría introducir una forma de meritocracia privilegiando las aptitudes individuales respecto a los privilegios hereditarios tiende a instaurar, a través del vínculo oculto entre la aptitud escolar y la herencia cultural, una verdadera nobleza de Estado, cuya autoridad y legitimidad están garantizadas por el título escolar. Y basta con darse una vuelta retrospectiva por la historia para ver que el reinado de esta nobleza específica, que está confabulada con el Estado, es el resultado de un largo proceso: la nobleza de Estado, en Francia y sin duda también en Japón, es un cuerpo que se ha creado al crear el Estado, que ha tenido que crear el Estado para crearse como poseedor del monopolio legítimo sobre el poder del Estado. La nobleza de Estado es la heredera de lo que en Francia se llama la nobleza de toga, que se distingue de la nobleza de espada, a la que cada vez se va uniendo más y más a través de los matrimonios a medida que progresa en el tiempo, en que debe su estatuto al capital cultural, de tipo jurídico esencialmente.

No puedo repetir aquí el conjunto del análisis histórico que esbocé en el último capítulo de La nobleza de Estado, basándome en los estudios, pocas veces relacionados, de los historiadores de la educación, de los historiadores del Estado y de los historiadores de las ideas. Podría servir de base para una comparación metódica con el proceso, en todo punto similar en mi opinión, pese a las diferencias aparentes, que condujo al cuerpo de los samurais, del cual una fracción ya se ha-
bía transformado en burocracia docta en el transcurso del siglo XVII, a promover en la segunda mitad del siglo XIX un Estado moderno, basado en un cuerpo de burócratas que asociaban un origen noble y una fuerte cultura escolar y que se preocupaban por afirmar su independencia en y mediante un culto del Estado nacional muy directamente arraigado en el aristocratismo y en un fuerte sentimiento de superioridad en relación con los industriales y los comerciantes, por no hablar de los políticos.

Por lo tanto, volviendo al caso de Francia, se observa que la invención del Estado y, en particular, de las ideas de «público», de «bien común» y de «servicio público» que conforman su parte central, es inseparable de la invención de las instituciones que fundan el poder de la nobleza de Estado y su reproducción: así, por ejemplo, las fases de desarrollo de la institución escolar y, muy particularmente, la aparición en el siglo XVIII de instituciones de un tipo nuevo, los colegios, mezclando a unas fracciones determinadas de la aristocracia y de la burguesía de toga en unos internados que anuncian el sistema actual de colegios universitarios muy selectivos, coinciden con las fases de desarrollo de la burocracia de Estado (y secundariamente, por lo menos en el siglo XVI, de Iglesia). La autonomización del campo burocrático y la proliferación de las posiciones independientes de los poderes temporales y espirituales establecidos corren parejas con el desarrollo de una burguesía y de una nobleza de toga, cuyos intereses, especialmente en materia de reproducción, están estrechamente vinculados con el Colegio; tanto en su arte de vivir, que reserva un lugar importante a las prácticas culturales, como en su sistema de valores, esta especie de Bildungsburgertum, como dicen los alemanes, se define, por oposición por una parte al clero y por otra a la nobleza de espada, cuya ideología de la cuna critica, en nombre del mérito y de lo que más adelante se llamará la competencia. Por último, entre los togados es donde se inventa colectivamente —aunque la historia de las ideas aísle nombres propios— la ideología moderna del servicio público, del bien común y de la cosa pública; en pocas palabras, lo que se ha dado en llamar el «humanismo cívico de los funcionarios» que, especialmente a través de los abogados
girondinos, inspirará la Revolución Francesa.

Así, para imponerse en unas luchas que la enfrentan con las demás fracciones dominantes, nobles de espada, y también burgueses de la industria y de los negocios, la nueva clase, cuyos poder y autoridad se fundamentan en el nuevo capital, el capital cultural, tiene que elevar sus intereses particulares a un grado de universalización superior, e inventar una versión que cabe llamar «progresista» (en relación con las variantes aristocráticas que inventarán un poco más tarde los funcionarios alemanes y los funcionarios japoneses) de la ideología del servicio público y de la meritocracia: reivindicando el poder en nombre de lo universal, nobles y burgueses de toga consiguen que prospere la objetivación y, con ello, la eficiencia histórica de lo universal, y no pueden servirse del Estado al que pretenden servir sin servir, por poco que sea, a los valores universales con los que lo identifican.


¿ARTE O DINERO?
Podría concluir aquí, pero quiero volver fugazmente sobre la imagen del demonio de Maxwell que empleé por imperativos de la comunicación pero que, como todas las metáforas procedentes del mundo de la física y, muy especialmente, de la termodinámica, contiene una filosofía de la acción absolutamente falsa y una visión conservadora del mundo social (como pone de manifiesto el uso consciente o inconsciente de todos los que, como Heidegger por ejemplo, denuncian la «nivelación» y el aniquilamiento progresivo de las diferencias «auténticas» en la plana e insípida banalidad de los valores «medios»). De hecho, los agentes sociales, alumnos que optan por una carrera o una disciplina, familias que escogen un centro de enseñanza para sus hijos, etc., no son partículas sometidas a fuerzas mecánicas y que actúan bajo la imposición de causas.; como tampoco son sujetos conscientes y avezados que obedecen a razones y que actúan con pleno conocimiento de causa, como creen los defensores de la national Action Theory (podría mostrar, si dispusiera de tiempo, cómo estas filosofías, totalmente opuestas aparentemente, se confunden de hecho puesto que, si el conocimiento del orden de las cosas y de las causas es perfecto y si la elección es completamente lógica, no se ve en qué se distingue de la sumisión pura y simple a las fuerzas del mundo, y en qué, por consiguiente, sigue siendo una elección).

Los «sujetos» son en realidad agentes actuantes y conscientes dotados de un sentido práctico (es el título que le puse a la obra en la que desarrollo estos análisis), sistema adquirido de referencias, de principios de visión y de división (lo que se suele llamar un gusto), de estructuras cognitivas duraderas (que esencialmente son fruto de la incorporación de estructuras objetivas) y de esquemas de acción que orientan la percepción de la situación y la respuesta adaptada. El habitus es esa especie de sentido práctico de lo que hay que hacer en una situación determinada —lo que, en deporte, se llama el sentido del juego, arte de anticipar el desarrollo futuro del juego que está inscrito en punteado en el estado presente del juego—.

Por poner un ejemplo en el ámbito de la educación, el sentido del juego se está volviendo cada vez más necesario a medida que, como ocurre en Francia y también en Japón, las carreras se diversifican y confunden (¿cómo escoger entre un centro de postín que va a menos y una escuela refugio que va a más?).

Los movimientos de la bolsa de los valores escolares son difíciles de anticipar y quienes, a través de la familia, padres, hermanos y hermanas, etc., o de sus relaciones, pueden beneficiarse de una información sobre los circuitos de formación y su rendimiento diferencial, actual y potencial, pueden colocar en condiciones óptimas sus inversiones escolares y sacar el mayor provecho de su capital cultural. Ésta es una de las intermediaciones a través de las cuales el éxito escolar —y social— se relaciona con el origen social.

Dicho de otro modo, las «partículas» que avanzan hacia el «demonio» llevan dentro de sí, es decir en su habitus, la ley de su dirección y de su movimiento, el principio de la «vocación» que les orienta hacia tal centro o cual disciplina. Y he analizado muy detenidamente cómo el peso relativo, en el capital de los adolescentes (o de sus familias), del capital económico y del capital cultural (lo que llamo la estructura del capital) aparece retraducido en un sistema de preferencias que les lleva a privilegiar o bien el arte en detrimento del dinero, las cosas de la cultura en detrimento de los asuntos de poder, etc., o bien a la inversa; cómo esta estructura del capital, a través del sistema de preferencias que produce, les estimula a orientarse, en sus elecciones escolares, y luego sociales, hacia uno u otro polo del campo de poder, el polo intelectual o el polo de los negocios, y a adoptar las prácticas y las opiniones correspondientes (de este modo se entiende lo que sólo es evidente porque estamos acostumbrados a ello, por ejemplo que los alumnos de la École normale, futuros catedráticos o intelectuales, se sitúen más bien a la izquierda, lean revistas intelectuales, vayan con frecuencia al teatro y al cine, practiquen poco de porte, etc., mientras que los alumnos de HEC se sitúen más bien a la derecha, se entreguen intensamente al deporte, etc.).
Y de igual modo, en el lugar del demonio, hay, entre otras cosas, miles de profesores que aplican a los alumnos categorías de percepción y de apreciación estructuradas según los mismos principios (no puedo, aquí, desarrollar el análisis que llevé a cabo de las categorías del entendimiento profesoral, y de las parejas de adjetivos tales como brillante/serio, que los profesores aplican, para valorarlas, a las producciones de sus alumnos y a todas sus maneras, de ser y de hacer). En otras
palabras, la acción del sistema escolar es la resultante de las acciones más o menos toscamente orquestadas de miles de pequeños demonios de Maxwell que, por sus elecciones ordenadas según el orden objetivo (las estructuras estructurantes son, como recordé, estructuras estructuradas), tienden a reproducir este orden sin saberlo, ni quererlo.

Pero la metáfora del demonio es peligrosa, una vez más, porque propicia la fantasía de la confabulación, que se cierne a menudo sobre el pensamiento crítico, la idea de una voluntad malévola que sería responsable de todo lo que sucede, para mejor y sobre todo para peor, en el mundo social. Si lo que es lícito describir como un mecanismo, por imperativos de la comunicación, es experimentado, a veces, como una especie de máquina infernal (se habla mucho aquí de «infierno del éxito»), como un engranaje trágico, externo y superior a los agentes, es porque cada uno de los agentes está obligado en cierto modo a participar, para existir, en un juego que le impone inmensos esfuerzos e inmensos sacrificios.

Y pienso que de hecho el orden social que garantiza el modo de reproducción escolar somete hoy en día, incluso a aquellos que más se benefician de él, a un grado de tensión absolutamente comparable al que la sociedad de la corte, tal como la describe Elias, imponía incluso a aquellos que tenían el extraordinario privilegio de pertenecer a ella: «En última instancia, la necesidad de esta lucha por las posibilidades de poder, de rango y de prestigio siempre amenazadas impulsaba
a los interesados, debido precisamente a la estructura jerarquizada del sistema de dominación, a someterse a un ceremonial experimentado por todos como una carga. Ninguna de las personas que componía el grupo tenía la posibilidad de iniciar una reforma. La más mínima tentativa de reforma, la más mínima modificación de estructuras tan precarias como tensas habría acarreado irremisiblemente el cuestionamiento, la merma o incluso la abolición de los derechos y privilegios de individuos o de familias. Una especie de tabú prohibía a la capa superior de esta sociedad alterar estas posibilidades de poder y mucho menos aún suprimirlas. Cualquier intento en este sentido habría movilizado en su contra a amplias capas de privilegiados, que temían, tal vez equivocadamente, que las estructuras del poder que les confería estos privilegios amenazaran con ceder o desmoronarse si se alteraba el más mínimo detalle en el orden establecido. Así pues, todo siguió igual.» En Japón, como en Francia, los padres sobrepasados, los jóvenes agobiados, los empresarios decepcionados por los productos de una enseñanza que consideran inadaptada son las víctimas impotentes de un mecanismo que no es más que el efecto acumulado de sus estrategias engendradas y arrastradas por la lógica de la competencia de todos contra todos.

Para acabar también con la representación mutilada y caricaturesca que algunos analistas poco inspirados o malintencionados han ofrecido de mis investigaciones, necesitaría disponer de tiempo para mostrar aquí cómo la lógica del modo de reproducción escolar —y en especial su carácter estadístico—, y las contradicciones que lo caracterizan pueden originar a la vez, y sin contradicción, la reproducción de las estructuras de las sociedades avanzadas y de muchos de los cambios que las afectan. Estas contradicciones (que analicé especialmente en el capítulo de La distinción titulado «Clasificación, desclasificación, reclasificación») constituyen sin duda el principio oculto de determinados conflictos políticos característicos del periodo reciente, como el movimiento de mayo del 68 que, como las mismas causas producen los mismos efectos, sacudió más o menos simultáneamente, y sin que quepa suponer en lo más mínimo influencias directas, la universidad francesa y la universidad japonesa. Analicé extensamente, en otra de mis obras, que titulé, un poco por escarnio, Homo academicus, los factores que determinaron la crisis del mundo escolar cuya expresión visible fue el movimiento de mayo: superproducción de diplomados y devaluación de los diplomas (dos fenómenos que, si me atengo a lo que he leído, también afectan a Japón), devaluación de las posiciones universitarias, especialmente las subalternas, que proliferaron sin que las carreras se abrieran en proporción, debido a la estructura absolutamente arcaica de la jerarquía universitaria (en este caso, una vez más, me gustaría llevar a cabo una investigación comparativa sobre la forma que adoptan, en el caso de Japón, las relaciones del tiempo y del poder universitario tal como las he analizado en Francia).

Y pienso que es en los cambios del campo académico, y, sobre todo, de las relaciones del campo académico y del campo económico, en la transformación de la correspondencia entre los títulos escolares y los puestos, donde encontraríamos el verdadero principio de los nuevos movimientos sociales que surgieron en Francia, en la prolongación del 68 y otra vez hace muy poco, como el fenómeno muy nuevo de las «coordinaciones», y que, si me fío de mis autores, empiezan a manifestarse también en Alemania y en Japón, especialmente entre los trabajadores jóvenes, menos devotos que sus mayores de la ética tradicional del trabajo. Del mismo modo, los cambios políticos que se observan en la URSS y que se iniciaban en China tampoco están desligados del crecimiento considerable de la fracción de la población de estos países que ha pasado por la enseñanza superior y de las contradicciones subsiguientes, y para empezar en el propio seno del campo del poder.

Pero también habría que estudiar la relación entre la nueva delincuencia escolar, más desarrollada en Japón que en Francia, y la lógica de la competición desenfrenada que domina la institución escolar y sobre todo el efecto de destino que el sistema escolar ejerce sobre los adolescentes: la institución escolar impone a menudo con una brutalidad psicológica muy grande sus juicios tajantes y sus veredictos inapelables que colocan a todos los alumnos en una jerarquía única de formas de excelencia —dominada hoy en día por una disciplina, las matemáticas—. Los excluidos son condenados en nombre de un criterio colectivamente reconocido y aprobado, por lo tanto psicológicamente indiscutible e indiscutido, el de la inteligencia: con lo que a menudo no les queda otro remedio para restaurar una identidad amenazada que las rupturas brutales con el orden escolar y el orden social (se ha observado en Francia que en la rebelión contra la escuela es donde
se fraguan y se moldean muchas bandas de delincuentes) o, como también es el caso, la crisis psíquica, incluso la enfermedad mental o el suicidio.

Y habría que analizar por último todas las disfunciones técnicas que, desde la propia perspectiva del sistema, es decir desde la perspectiva del mero rendimiento técnico (en la institución escolar y más allá), resultan de la primacía conferida a las estrategias de reproducción social.: sólo mencionaré como ejemplo el estatuto inferior que objetivamente confieren las familias a la formación profesional y el privilegio que otorgan a la enseñanza superior. Es probable que, en Japón como en Francia, los grandes dirigentes que, a su vez procedentes de las grandes universidades públicas en Japón o de las grandes escuelas universitarias en Francia, abogan por la revalorización de una formación profesional reducida al estado de refugio o de vertedero (y víctima, sobre todo en Japón, de la competencia de la enseñanza laboral), considerasen como una catástrofe que su hijo quedara relegado a la formación profesional. Y la misma contradicción reaparece en la ambivalencia de esos mismos dirigentes respecto a un sistema de enseñanza al que si no le deben su posición, por lo menos sí le deben la autoridad y la legitimidad con las que la ocupan: como si quisieran tener los beneficios técnicos de la acción escolar sin asumir sus costos sociales —tales como las exigencias y las garantías asociadas a la posesión de títulos que cabe llamar universales, por oposición a los títulos «caseros» otorgados por las empresas—, propician la enseñanza privada y apoyan o inspiran todas las iniciativas políticas orientadas a reducir la autonomía de la institución escolar y la libertad del cuerpo docente; manifiestan una ambigüedad extrema en el debate sobre la especialización de la enseñanza, como si quisieran tener los beneficios de todas las opciones, los límites y las garantías asociadas a una enseñanza altamente especializada, y la abertura y la disponibilidad propiciadas por una enseñanza de cultura general, adecuada para desarrollar las capacidades de adaptación convenientes para unos empleados
móviles y «flexibles», o también las garantías y las seguridades que proporcionan los «jóvenes señores» procedentes de la ENA o de Todai, gestionarios equilibrados de las situaciones
de equilibrio, y las audacias de los «jóvenes leones» que se han salido de la fila, supuestamente mejor adaptados a los tiempos de crisis.

Pero, si por una vez el sociólogo puede permitirse el lujo de hacer previsiones, es sin duda en la relación cada vez más tensa entre la gran y la pequeña nobleza de Estado donde reside el principio de los grandes conflictos del futuro: todo en efecto permite suponer que, frente a los antiguos alumnos de las grandes escuelas universitarias de Francia, de las grandes universidades públicas de Japón, que tienden cada vez más a monopolizar duraderamente todas las grandes posiciones de poder, en la banca, en la industria, en la política, los poseedores de títulos de segundo orden, pequeños samurais de la cultura, se verán sin duda impulsados a invocar, en sus luchas por una ampliación del grupo en el poder, nuevas justificaciones universalistas como hicieron en el siglo XVI, en Francia, y hasta los inicios de la Revolución Francesa, los pequeños aristócratas provincianos, o, en el siglo XIX, los pequeños samurais excluidos que en nombre «de la libertad y de los derechos cívicos», encabezaron la sublevación contra la reforma Meiji.


ANEXO
Espacio social y campo del poder

¿Por qué me parece necesario y legítimo introducir en el vocabulario de la sociología las nociones de espacio social y de campo del poder? En primer lugar, para romper con la tendencia a pensar el mundo social de forma sustancialista. La noción de espacio contiene, por sí misma, el principio de una aprehensión relacional del mundo social: afirma en efecto que toda la «realidad» que designa reside en la exterioridad mutua de los elementos que la componen. Los seres aparentes, directamente visibles, trátese de individuos o de grupos, existen y subsisten en y por la diferencia, es decir en tanto que ocupan posiciones relativas en un espacio de relaciones que, aunque invisible y siempre difícil de manifestar empíricamente, es la realidad más real (el ens realissimum, como decía la escolástica) y el principio real de los comportamientos de los individuos y de los grupos.

El objetivo principal de la ciencia social no consiste en construir clases. El problema de la clasificación, que experimentan todas las ciencias, no se plantea de una forma tan dramática a las ciencias del mundo social únicamente porque se trata de un problema político que surge, en la práctica, en la lógica de la lucha política, cada vez que se intenta construir grupos reales, por una acción de movilización cuyo paradigma es la ambición marxista de construir el proletariado como fuerza histórica («proletarios de todos los países, uníos.»).

Marx, estudioso y hombre de acción a la vez, dio falsas soluciones teóricas —como la afirmación de la existencia real de las clases— a un verdadero problema práctico: la necesidad, para cualquier acción política, de reivindicar la capacidad, real o supuesta, en cualquier caso creíble, de expresar los intereses de un grupo; de manifestar —es una de las funciones principales de las manifestaciones— la existencia de ese grupo, y la fuerza social actual o potencial que es capaz de aportar a quienes lo expresan y, por eso mismo, lo constituyen como grupo. Así, hablar de espacio social significa resolver, haciéndolo desaparecer, el problema de la existencia y de la no existencia de las clases, que divide desde los inicios a los sociólogos: se puede negar la existencia de las clases sin negar lo esencial de lo que los defensores de la noción entienden afirmar a través de ella, es decir la diferenciación social, que puede ser generadora de antagonismos individuales y, a veces, de enfrentamientos colectivos entre los agentes situados en posiciones diferentes dentro del espacio social.

La ciencia social no ha de construir clases sino espacios sociales dentro de los cuales puedan ser diferenciadas clases, pero que no existen sobre el papel. En cada caso ha de construir y descubrir (más allá de la oposición entre el construccionismo y el realismo) el principio de diferenciación que permite re–engendrar teóricamente el espacio social empíricamente observado. Nada permite suponer que este principio de diferenciación vaya a ser el mismo en cualquier tiempo y en cualquier lugar, en la China de los Ming y en la China contemporánea, o en la Alemania, la Rusia y la Argelia actuales.

Pero salvo las sociedades menos diferenciadas (que aun así manifiestan diferencias, menos fáciles de calibrar, según el capital simbólico), todas las sociedades se presentan como espacios sociales, es decir estructuras de diferencias que sólo cabe comprender verdaderamente si se elabora el principio generador que fundamenta estas diferencias en la objetividad. Principio que no es más que la estructura de la distribución de las formas de poder o de las especies de capital eficientes en el universo social considerado —y que por lo tanto varían según los lugares y los momentos.

Esta estructura no es inmutable, y la topología que describe un estado de las posiciones sociales permite fundamentar un análisis dinámico de la conservación y de la transformación de la estructura de distribución de las propiedades actuantes y, con ello, del espacio social. Eso es lo que pretendo transmitir cuando describo el espacio social global como un campo, es decir a la vez como un campo de fuerzas, cuya necesidad se impone a los agentes que se han adentrado
en él, y como un campo de luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines diferenciados según su posición en la estructura del campo de fuerzas, contribuyendo de este modo a conservar o a transformar su estructura.

Algo parecido a una clase o, más generalmente, a un grupo movilizado por y para la defensa de sus intereses, sólo puede llegar a existir a costa y al cabo de una labor colectiva de construcción inseparablemente teórica y práctica; pero todos los agrupamientos sociales no son igualmente probables, y ese artefacto social que es siempre un grupo social tiene tantas más posibilidades de existir y de subsistir duraderamente cuanto que los agentes que se agrupan para constituirlo estuvieran ya más próximos en el espacio social (lo que también es cierto de una unidad basada en una relación afectiva de amor o de amistad, esté o no sancionada socialmente). Dicho de otro modo, la labor simbólica de constitución o de consagración que es necesaria para crear un grupo unido (imposición de nombres, de siglas, de signos de adhesión, manifestaciones públicas, etc.) tiene tantas más posibilidades de alcanzar el éxito cuanto que los agentes sociales sobre los que se ejerce estén más propensos, debido a su proximidad en el espacio de las posiciones sociales y también de las disposiciones y de los intereses asociados a estas posiciones, a reconocerse mutuamente y a reconocerse en un mismo proyecto (político u otro).

Pero ¿no significa caer en una petición de principio el hecho de aceptar la idea de un espacio social unificado? ¿Y no habría que interrogarse sobre las condiciones sociales de posibilidad y los límites de un espacio semejante? De hecho, la génesis del Estado es inseparable de un proceso de unificación de los diferentes campos sociales, económico, cultural (o escolar), político, etc., que va parejo a la constitución progresiva de un monopolio estatal de la violencia física y simbólica legítima. Debido a que concentra un conjunto de recursos materiales y simbólicos, el Estado está en condiciones de regular el funcionamiento de los diferentes campos, o bien a través de las intervenciones financieras (como en el campo económico, las ayudas públicas a la inversión o, en el campo cultural, las ayudas a tal o cual forma de enseñanza), o bien a través de las intervenciones jurídicas (como las diferentes normativas del funcionamiento de las organizaciones o del comportamiento de los agentes individuales).

En cuanto a la noción de campo del poder, he tenido que introducirla para dar cuenta de unos efectos estructurales que no había manera de comprender de otro modo: en especial unas propiedades concretas de las prácticas y de las representaciones de los escritores y de los artistas que la mera referencia al campo literario o artístico no permite explicar del todo, como por ejemplo la doble ambivalencia respecto al «pueblo» y al «burgués» que encontramos en escritores o artistas que ocupan posiciones diferentes en esos campos y que sólo se vuelve inteligible si se toma en cuenta la posición dominada que los campos de producción cultural ocupan en ese espacio más extenso.

El campo del poder (que no hay que confundir con el campo político) no es un campo como los demás: es el espacio de las relaciones de fuerza entre los diferentes tipos de capital o, con mayor precisión, entre los agentes que están suficientemente provistos de uno de los diferentes tipos de capital para estar en disposición de dominar el campo correspondiente y cuyas luchas se intensifican todas las veces que se pone en tela de juicio el valor relativo de los diferentes tipos de capital (por ejemplo la «tasa de cambio» entre el capital cultural y el capital económico); es decir, en particular, cuando están amenazados los equilibrios establecidos en el seno del campo de las instancias específicamente encargadas de la reproducción del campo del poder (y en el caso francés, el campo de las escuelas universitarias selectivas).

Una de las cosas que está en juego en las luchas que enfrentan al conjunto de los agentes o de las instituciones que tienen en común el hecho de poseer una cantidad de capital específico (económico o cultural en particular) suficiente para ocupar posiciones dominantes en el seno de los campos respectivos es la conservación o la transformación de la «tasa de cambio» entre los diferentes tipos de capital y, al mismo tiempo, el poder sobre las instancias burocráticas que están en condiciones de modificarlo mediante medidas administrativas —aquellas por ejemplo que pueden afectar a la escasez de los títulos escolares que dan acceso a las posiciones dominantes y, con ello, al valor relativo de estos títulos y de las posiciones correspondientes—. Las fuerzas que se pueden emplear en estas luchas y la orientación, conservadora o subversiva, que se les aplica, dependen de la «tasa de cambio» entre los tipos de capital, es decir de aquello mismo que esas luchas se proponen conservar o transformar.

La dominación no es mero efecto directo de la acción ejercida por un conjunto de agentes («la clase dominante») investidos de poderes de coacción sino el efecto indirecto de un conjunto complejo de acciones que se engendran en la red de las coacciones cruzadas a las que cada uno de los dominantes, dominado de este modo por la estructura del campo a través del cual se ejerce la dominación, está sometido por parte de todos los demás.






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