El segundo sueño.
Pocas semanas después del primer sueño sobrevino el segundo, con cuya solución terminó el análisis. No se lo puede hacer tan transparente como al primero. No obstante, aportó una deseada corroboración a una hipótesis que necesariamente habíamos debido formular acerca del estado anímico de la paciente, llenó una laguna de su memoria y permitió obtener una profunda visión de la génesis de otro de sus síntomas.
Contó Dora: Ando paseando por una ciudad a la que no conozco, veo calles y plazas que me son extrañas. (Después hizo a esto un importante agregado: En una de las plazas veo un monumento.) Después llego a una casa donde yo vivo, voy a mi habitación y hallo una carta de mi mamá tirada ahí. Escribe que, puesto que yo me he ido de casa sin conocimiento de los padres, ella no quiso escribirme que papá ha enfermado. «Ahora ha muerto, y si tú quieres, puedes venir». Entonces me encamino hacia la estación ferroviaria [Bahnhof] y pregunto unas cien veces: «¿DóndeDónde está la estación?». Todas las veces recibo esta respuesta: «Cinco minutos». Veo después frente a mí un bosque denso; penetro en él, y ahí pregunto a un hombre a quien encuentro. Me dice: «Todavía dos horas y media». (Al repetir el sueño una segunda vez dijo «dos horas». En la edición alemana de 1921 figuraba aquí erróneamente
«tres horas».]) Me pide que lo deje acompañarme. Lo rechazo, y marcho sola. Veo frente a mí la estación y no puedo alcanzarla. Ahí me sobreviene el sentimiento de angustia usual cuando uno en el sueño no puede seguir adelante. Después yo estoy en casa; entretanto tengo que haber viajado, pero no sé nada de eso. . . . Me llego a la portería y pregunto al portero por nuestra vivienda. La muchacha de servicio me abre y responde: «La mamá y los otros ya están en el cementerio {Friedhof }». (En la sesión siguiente hizo dos agregados a esto: Con Particular nitidez, me veo subir por la escalera, y tras su respuesta me voy, pero en modo alguno triste, a mi habitación, y ahí leo un gran libro que yace sobre mi escritorio,)
La interpretación de este sueño no avanzó sin tropiezos. A raíz de las peculiares circunstancias en las cuales interrumpimos el análisis -circunstancias enlazadas con su contenido-, no todo quedó aclarado. A ello se debe, por otra parte, que no haya conservado en mi recuerdo con igual seguridad en todos los puntos el orden en que se hicieron los descubrimientos. Empezaré por mencionar el tema que sometíamos a análisis cuando vino a mezclarse el sueño. Desde hacía algún tiempo, la propia Dora planteaba preguntas acerca de la conexión de sus acciones con los motivos que podían conjeturarse. Una de esas preguntas era: «¿Por qué durante los primeros días que sucedieron a la escena del lago no dije nada acerca de ella?». La segunda: «¿Por qué se lo conté repentinamente a mis padres?». Yo consideraba que todavía no se había explicado en absoluto qué la había llevado a sentirse tan gravemente afrentada por el cortejo del señor K., tanto más cuanto que empezaba a ver que para el señor K. el cortejo a Dora no había sido un frívolo intento de seducción. En cuanto al hecho de que pusiera a sus padres en conocimiento de lo sucedido, yo lo explicitaba como una acción que ya se encontraba bajo la influencia de una manía patológica de venganza. Una muchacha normal, pensaba yo, habría resuelto por sí sola unos asuntos de esa clase.
Por tanto, expondré el material que acudió para el análisis de este sueño en el orden bastante entreverado que se ofrece a mí reproducción.
Ella deambula sola por una ciudad extraña, ve calles y plazas. Aseguró que no era B., en la que yo había pensado primero, sino una ciudad en la que nunca había estado. Proseguí, como era natural: «Usted puede haber visto cuadros o fotografías de las que tomó las imágenes del sueño». Tras esta observación sobrevino el agregado del monumento en la plaza, e inmediatamente después el conocimiento de su origen. Para Navidad le habían enviado un álbum con postales de una ciudad alemana de descanso, y justamente ayer lo había buscado para mostrárselo a unos parientes que estaban de visita en su casa. Estaba en una cajita de postales que no aparecía, y preguntó a su mamá: «¿Dónde está la cajita?». Una de las imágenes mostraba una plaza con un monumento. Ahora bien, el remitente era un joven ingeniero a quien Dora había conocido una vez de pasada en la ciudad fabril. El joven había aceptado un puesto en Alemania para independizarse más rápido; aprovechaba cuanta oportunidad se le ofrecía para que Dora mantuviese vivo su recuerdo, y era fácil colegir que se proponía en su momento, cuando su posición mejorase, aparecérsele con un requerimiento amoroso. Pero todavía no era tiempo, había que esperar.
El deambular por una ciudad extraña estaba sobredeterminado. Llevó a una de las ocasiones diurnas. Para las fiestas había recibido la visita de un primito a quien debió mostrar la ciudad de Viena. Esta ocasión diurna era, claro está, indiferente en grado sumo. Pero el primo le trajo a la memoria una breve estadía en Dresde. Esa vez deambuló como extranjera, pero desde luego no dejó de visitar la famosa galería. Otro primo que estaba con ellos y conocía Dresde quiso hacer de guía en la recorrida por la galería. Pero ella lo rechazó y fue sola, deteniéndose ante las imágenes que le gustaban. Permaneció dos horas frente a la Sixtina, en una ensoñación calma y admirada. Cuando se le preguntó qué le había gustado tanto en el cuadro, no supo responder nada claro. Al final dijo: «La Madonna». (Alude a la Madonna Sixtina de Rafael.)
De cualquier manera, es indudable que estas ocurrencias pertenecen realmente al material formador del sueño. Incluyen componentes que reencontramos sin cambios en el contenido del sueño (ella lo rechaza y va sola; dos horas). Hago notar desde ahora que «imágenes» corresponde a un punto nodal en la trama de los pensamientos oníricos (las imágenes del álbum; las imágenes de Dresde). También destacaría para una ulterior pesquisa el tema de la Madonna, de la madre virgen. Pero ante todo veo que en esta primera parte del sueño ella se identifica con un joven. El deambula por el extranjero, se afana por alcanzar una meta, pero se ve demorado, hace falta paciencia, hay que esperar. Si ella tenía en su mente al ingeniero, condeciría muy bien que esa meta fuera la posesión de una mujer, de su propia persona. En vez de eso era una ... estación ferroviaria, que por lo demás nos es lícito sustituir por una cajita, según la correspondencia de la pregunta del sueño con la pregunta realmente formulada. Una cajita y una mujer, eso ya se compadece mejor.
Pregunta unas cien veces. . . Esto lleva a otra ocasión del sueño, menos indiferente. Ayer a la noche, tras la tertulia, el padre le pidió que le buscase coñac; no puede dormir si antes no ha bebido coñac. Dora pidió a su madre la llave del bargueño, pero ella estaba enzarzada en una conversación y no le dio respuesta alguna, hasta que Dora le espetó, con la exageración propia de la impaciencia: «Te he preguntado ya cien veces dónde está la llave». En realidad, la pregunta se había repetido, desde luego, sólo unas cinco veces. (En el contenido del sueño, el número cinco aparece en la indicación temporal «cinco minutos». En mi libro La interpretación de los sueños he mostrado con varios ejemplos de qué manera el sueño trata las cifras que aparecen en los pensamientos oníricos; a menudo se las halla desgajadas de su contexto e insertadas en otro nuevo. [a Freud ( 1900a), AE, 5, págs. 415 y sigs.])
«¿Dónde está la llave?» me parece el correspondiente masculino de la pregunta «¿Dónde está la cajita?». (Véase el primer sueño) Por tanto, son preguntas... por los genitales.
En la misma reunión familiar, alguien había brindado por el papá de Dora, haciendo votos por que durante muchos años más, en buena salud, etc. Entretanto el padre dejaba ver un rictus de fatiga, y ella había comprendido los pensamientos que él debió sofocar. ¡El pobre enfermo! ¡Quién podía saber cuántos años de vida le quedaban todavía!
Con ello hemos llegado al contenido de la carta que aparece en el sueño. El padre ha muerto, ella se había ido arbitrariamente de la casa. A raíz de la carta del sueño, yo le recordé enseguida la carta de despedida que había escrito a sus padres, o al menos se la había dejado a su alcance. Esa carta estaba destinada a horrorizar al padre para que renunciase a la señora K., o a vengarse de él si no era posible moverlo a que lo hiciese. Llegamos así al tema de la muerte de ella y de la muerte de su padre (cementerio, más adelante en el sueño). ¿Nos equivocamos si suponemos que la situación que constituye la fachada del sueño corresponde a una fantasía de venganza contra el padre? Los pensamientos compasivos del día anterior armonizarían muy bien con ello. Ahora bien, la fantasía rezaba: «Ella se iba de casa, al extranjero, y la cuita del padre, la nostalgia que sentía por ella, le partió el corazón». Entonces estaría vengada. Ella comprendía muy bien lo que le hacía falta al padre, quien ahora no podía dormir sin coñac. (La satisfacción sexual es sin duda alguna el mejor somnífero, así como el insomnio es casi siempre la consecuencia de la insatisfacción. El padre no duerme porque le falta el comercio sexual con la mujer amada. Cf. sobre esto la frase que
viene más adelante: «No me importa nada de mi mujer». Véanse también las palabras del padre citadas)
Anotemos la manía de venganza como un nuevo elemento para una posterior síntesis de los pensamientos oníricos.
Ahora bien, el contenido de la carta no podía menos que admitir una determinación más vasta. ¿De dónde venía la frase «Si tú quieres»? Acerca de ella se le ocurrió a Dora el agregado de que tras la palabra «quieres» había colocado un signo de interrogación, y entonces la individualizó también como cita de la carta de la señora K. que contenía la invitación a L. (el paraje junto al lago). En esta, de manera muy llamativa, tras la intercalación «si tú quieres venir» había un signo de interrogación en medio de la oración.
Esto nos llevaría de nuevo, entonces, a la escena junto al lago y a los enigmas que se anudaban a ella. Le pedí que me la contara con detalle. Al principio no aportó muchas cosas nuevas. El señor K. había comenzado un introito en alguna medida serio; pero ella no lo dejó terminar. Tan pronto comprendió de qué se trataba, le dio una bofetada en el rostro y escapó. Yo quería saber las palabras empleadas por él; ella sólo recuerda que alegó: «Usted sabe, no me importa nada de mí mujer». (Estas palabras nos llevarán a la solución de uno de nuestros enigmas) En ese momento, para no toparse más con él, ella quiso regresar a L. bordeando el lago a pie, y preguntó a un hombre a quien encontró qué distancia había. Ante su respuesta «dos horas y media», abandonó ese propósito y volvió en busca de la embarcación, que partió poco después. El señor K. estaba de nuevo ahí, se le acercó, le pidió que lo disculpara y no contara nada de lo sucedido. Pero ella no le respondió. . . . justamente, el bosque del sueño era en un todo parecido al bosque de la orilla del lago, en el que se había desarrollado la escena que acababa de describirme. Y precisamente a ese mismo bosque denso lo había visto ayer en un cuadro de la exposición secesionista. En el trasfondo de la imagen se veían ninfas. (Aquí, por tercera vez: imagen (imágenes de ciudades, galería en Dresde), pero en un enlace mucho más significativo. A través de lo que se ve en la imagen {Bild}, pasa a ser una Weibsbild {mujer, en sentido peyorativo} (bosque, ninfas).)
En ese momento una sospecha se me hizo certeza. Bahnhof {estación ferroviaria; literalmente, «patio de vías»I y Friedhof {cementerio; literalmente, «patio de paz»], en lugar de los genitales femeninos, eran algo bastante llamativo; pero habían aguzado mi atención dirigiéndola a la palabra formada de modo similar «Vorhof» vestíbulo; literalmente, «patio anterior»}, término anatómico para designar una determinada región de los genitales femeninos. Aún podía tratarse de un exceso de ingenio. Cuando se agregaron las «ninfas» que se veían en el trasfondo del «bosque denso», ya no cabían dudas. ¡Era una geografía sexual, simbólica! Como lo saben los médicos, pero no los legos (aunque entre aquellos tampoco es muy corriente), se llama «ninfas» a los labios menores que se hallan en el fondo del denso bosque del vello pubiano. Pero si alguien usa nombres técnicos como «vestíbulo» y «ninfas», tiene que haber extraído su conocimiento de los libros, y no por cierto de libros populares, sino de manuales de anatomía o de una enciclopedia, el habitual refugio de los jóvenes devorados por la curiosidad sexual. Entonces, :si esta interpretación era correcta, tras la primera situación del sueño se oculta un fantasía de desfloración: un hombre se esfuerza por penetrar en los genitales femeninos. (La fantasía de desfloración es el segundo componente de esta situación. El hecho de que se destaque la dificultad del avance, así como la angustia sentida en el sueño, aluden a la virginidad que tanto destaca Dora; en otro pasaje la hallamos aludida por la «Sixtina». Estos pensamientos sexuales proporcionan un fondo inconciente para los deseos, alimentados quizá sólo secretamente, concernientes al festejante que espera en Alemania. En cuanto al primer componente de esta misma situación, ya tomamos conocimiento de él como la fantasía de venganza; los dos no se recubren por completo, sino sólo parcialmente; más adelante hallaremos las huellas de un tercer itinerario de pensamiento, aún más importante.)
Comuniqué a Dora mis conclusiones, Tienen que haberle provocado una impresión rotunda, pues enseguida emergió un pequeño fragmento olvidado del sueño: Ella se va tranquila a su habitación y ahí lee un gran libro que yace sobre su escritorio. El acento recae aquí sobre los dos detalles: «tranquila», y «grande», referido al libro. Pregunté: «¿Tenía el formato de una enciclopedia?». Ella dijo que sí. Ahora bien, los niños nunca leen tranquilos sobre materias prohibidas en una enciclopedia. Lo hacen temblando de miedo, y avizoran con angustia para ver si viene alguien. Los padres se interponen mucho en tales lecturas. Pero la fuerza cumplidora de deseo había mejorado radicalmente en el sueño la molesta situación. El padre había muerto y los otros ya habían viajado al cementerio. Ella podía leer tranquila lo que quisiese. ¿No querría decir esto que una de sus razones para la venganza era también la sublevación contra la coerción que le imponían los padres? Si el padre había muerto, ella podía leer o amar como quisiese. Y bien; primero no quiso acordarse de haber leído alguna vez una enciclopedia; después admitió que un recuerdo de esa clase emergía en ella, si bien su contenido era inocente. En la época en que aquella tía suya a quien tanto quería estaba gravísima y ya se había decidido el viaje de Dora a Viena, llegó una carta de otro tío, anunciando que ellos, por su parte, no podían viajar a Viena, pues su hijo (vale decir, un primo de Dora) había contraído una apendicitis peligrosa. Entonces Dora buscó en la enciclopedia para averiguar los síntomas de una apendicitis. De lo que leyó, recuerda todavía el característico dolor localizado en el vientre.
Entonces recordé que poco después de la muerte de su tía, Dora había tenido en Viena una supuesta apendicitis. Hasta entonces yo no me había atrevido a incluir esa enfermedad entre sus productos histéricos. Contó que los primeros días tuvo mucha fiebre y sintió en el bajo vientre ese mismo dolor sobre el cual había leído en la enciclopedia. Le pusieron compresas frías, pero ella no las soportaba; al segundo día le vinieron fuertes dolores, anunciadores del período, que desde su enfermedad se había vuelto muy irregular. Por esa época había padecido constantemente de obstrucción intestinal.
No parecía correcto concebir ese estado como puramente histérico. Es común, sin duda, que se presente una fiebre histérica; pero parecía arbitrario atribuir la fiebre de esta dudosa enfermedad a la histeria, y no a una causa orgánica, eficaz en ese momento. Yo estaba a punto de abandonar esa pista, cuando ella misma vino en mi ayuda aportando el último agregado al sueño: Con particular nitidez, ella se ve subir por la escalera.
Desde luego, pedí una determinación especial de ello. Dora objetó que no podía menos que subir por la escalera si quería llegar a su vivienda, situada en un piso alto. Pude desechar fácilmente esa objeción (que quizás ella no había hecho en serio) señalándole que si en el sueño pudo viajar desde aquella ciudad extranjera hasta Viena omitiendo todo el viaje en ferrocarril, también podría haber dejado de lado la subida de las escaleras. Siguió contando entonces: Tras la apendicitis había tenido dificultades para caminar, pues arrastraba el pie derecho. Así le ocurrió durante mucho tiempo, y por eso de buena gana evitaba las escaleras. Todavía hoy el pie se le quedaba rezagado muchas veces. Los médicos a quienes consultó a pedido de su padre se habían asombrado mucho ante esta insólita secuela de una apendicitis, en particular por el hecho de que el dolor en el vientre no volvió a aparecer y en modo alguno acompañaba al arrastrar del pie. (Entre las sensaciones de dolor abdominal llamadas «neuralgia ovárica» y las dificultades para la marcha en la pierna del mismo lado cabe suponer una conexión somática; en Dora, fue objeto de una interpretación muy especializada, a saber: una superposición y un uso psíquicos. Véase la observación similar a raíz del análisis de la tos y de laconexión
entre el catarro y la desgana para comer )
Era, entonces, un genuino síntoma histérico. Por más que la fiebre obedeciera en ese momento a una causa orgánica -acaso uno de los tan frecuentes procesos de influenza sin localización particular-, quedaba demostrado que la neurosis se había apropiado del ataque para usarlo como una de sus manifestaciones. Por tanto, ella se había procurado una enfermedad sobre la cual había leído en la enciclopedia, y se había castigado por esa lectura; pero debió reconocer que el castigo no pudo referirse en absoluto a la lectura de ese artículo inocente, sino que se produjo por un desplazamiento, después que a esa lectura siguió otra, más culpable, que hoy se ocultaba en el recuerdo tras la contemporánea lectura inocente. (Un ejemplo bien típico de génesis de síntomas a partir de ocasiones que en apariencia nada tienen que ver con lo sexual.) Quizás aún podían explorarse los temas sobre los cuales había leído en aquella oportunidad.
¿Qué significaba entonces aquel estado que quería imitar una peritiflitis? La secuela de la afección, el arrastrar una pierna, en modo alguno era compatible con una peritiflitis; no podía sino convenir mejor al significado secreto, acaso sexual, del cuadro patológico, y a su vez, si se lograba esclarecerlo, podía echar luz sobre este significado buscado. Traté de hallar una vía de acceso hacia este enigma. En el sueño habían aparecido precisiones temporales; y en verdad, estas no son indiferentes en el acontecer biológico. Pregunté entonces cuándo aconteció la apendicitis, si antes o después de la escena junto al lago. Y la inmediata respuesta, que solucionaba de pronto todas las dificultades, fue: nueve meses después. Este lapso es bien característico. La supuesta apendicitis había realizado entonces la fantasía de un parto con los modestos recursos a disposición de la paciente, los dolores y el flujo menstrual. (He indicado ya que la mayoría de los síntomas histéricos, una vez que han alcanzado su pleno despliegue, figuran una situación fantaseada de la vida sexual: una escena del comercio sexual, un embarazo, parto, puerperio, etc.) Desde luego, ella conocía el significado de ese plazo, y no pudo poner en entredicho la probabilidad de que en aquel momento leyese en la enciclopedia acerca del embarazo y el nacimiento. Pero, ¿y la pierna que se arrastraba? Yo estaba autorizado a ensayar una conjetura. Uno camina así cuando se ha torcido un pie. Por tanto, ella había, dado un «mal paso», y era totalmente lógico que pudiera parir nueve meses después de la escena junto al lago. Sólo que yo no podía dejar de plantear una nueva exigencia. Es mi convicción que tales síntomas sólo se forman cuando se tiene un modelo infantil para ellos. Por las experiencias que llevo hechas basta ahora, debo sostener con firmeza que los recuerdos que uno tiene de épocas posteriores no poseen la fuerza requerida para imponerse como síntomas. No esperaba tener la suerte de que se me brindase el material infantil deseado -pues en realidad no puedo afirmar la validez universal de la tesis expuesta, a pesar de que me inclinaría a sostenerla-; pero la confirmación llegó enseguida. Sí; de niña se había torcido ese mismo pie. En B., al bajar las escaleras, resbaló sobre un escalón; el pie, que sin ninguna duda era el mismo que después arrastraba, se le hinchó, debió ser vendado y ella guardó reposo durante algunas semanas. Fue poco tiempo antes del asma nerviosa que le sobrevino en su octavo año de vida.
En este punto era preciso utilizar la prueba de esa fantasía. Señalé, pues, a Dora: «Si nueve meses después de la escena del lago usted pasó por un parto y hasta el día de hoy ha debido soportar las consecuencias del mal paso, ello prueba que en el inconciente usted lamentó el Desenlace de la escena. La corrigió entonces en su pensamiento inconciente. La premisa de su fantasía de parto es, sin duda, que esa vez ocurrió algo, que usted vivenció y experimentó todo lo que más tarde tuvo que tomar de la enciclopedia. Como usted ve, su amor por el señor K. no terminó con aquella escena, sino que, como lo he sostenido, prosiguió hasta el día de hoy -al menos en su inconciente-». Ella ya no contradijo. (A las interpretaciones anteriores debo agregar lo siguiente: La «Madonna» es sin duda ella misma, en primer lugar a causa del «admirador» que le envió las imágenes, después porque se había ganado el amor del señor K. gracias al trato maternal que daba a sus hijos, y, por último, porque siendo virgen había dado a luz un hijo (referencia directa a la fantasía de parto). Por lo demás, la «Madonna» es una representación contraria predilecta de las muchachas presionadas por inculpaciones sexuales, lo cual se aplica al caso de Dora. Tuve el primer barrunto de esta conexión siendo médico de la Clínica Psiquiátrica de la Universidad, frente a un caso de confusión alucinatoria de curso muy rápido, que resultó ser una reacción ante un reproche del prometido de la paciente. De haber continuado el análisis, probablemente la nostalgia maternal de tener un hijo se habría descubierto como oscuro aunque poderoso motivo de su obrar. Las numerosas preguntas que Dora había formulado en los últimos tiempos parecían como unos retoños tardíos de las preguntas del apetito de saber sexual que ella buscó satisfacer en la enciclopedia. Cabe suponer que leyó acerca de embarazo, parto, virginidad y temas similares. - En el momento de reproducir el sueño, Dora había olvidado una de las preguntas que deben insertarse en la trama de la segunda situación onírica. Sólo podía ser esta: «¿Vive aquí el señor... ?». O: «¿Dónde vive el señor... ?». Alguna razón tiene que haber para que olvidara esta pregunta en apariencia inocente, después que la acogió en el sueño mismo. Hallo esa razón en su propio apellido, que al mismo tiempo tiene el significado de algo objetivo; es además algo de sentido múltiple, y por tanto puede equipararse a una palabra «de doble sentido». Por desgracia, no puedo comunicar ese apellido para mostrar cuán hábilmente fue utilizado a fin de designar algo «de doble sentido» e «indecoroso». Apoya esta interpretación el hecho de que en otra región del sueño, cuyo material proviene de los recuerdos de la muerte de la tía (en la oración «ya han ido al cementerio»),, se encuentre igualmente una alusión verbal al nombre de la tía. En estas palabras indecorosas se incluiría la referencia a una segunda fuente, oral, pues un diccionario no podría habérselas proporcionado. No me habría asombrado enterarme de que esta fuente fue la propia señora K., su calumniadora. Dora la había perdonado generosamente, mientras que de las otras personas se vengaba casi con saña; tras la serie casi inabarcable de desplazamientos que así se obtienen, pudo sospecharse un simple factor: el amor homosexual hacia la señora K., de profunda raigambre.)
Estos trabajos para el esclarecimiento del segundo sueño habían requerido dos sesiones. Cuando al concluir la segunda expresé mi satisfacción por lo logrado, ella respondió desdeñosamente: «¿Acaso ha salido mucho?». Me predispuso así a recibir ulteriores revelaciones.
Dora inició la tercera sesión con estas palabras:
-«¿Sabe usted, doctor, que hoy es la última vez que vengo aquí?».
-No puedo saberlo, pues usted nada me ha dicho.
-«Sí; me propuse aguantar hasta Año Nuevo; pero no quiero esperar más tiempo la curación»,
-Usted sabe que tiene siempre la libertad de retirarse. Pero hoy trabajaremos todavía. ¿Cuándo tomó usted la decisión?
-«Hace 14 días, creo».
-Suena como si se tratase de una muchacha de servicio, de una gobernanta; un preaviso de 14 días.
-«Una gobernanta que dio preaviso había también en casa de los K. cuando los visité en L., junto al lago».
-¿Ah sí? Nunca me contó usted nada de ella. Por favor, cuénteme.
-«Pues bien; en la casa había una muchacha joven como gobernanta de los niños, que mostraba una conducta enteramente asombrosa hacia el señor K. No lo saludaba, no le daba respuesta alguna, no le alcanzaba nada cuando él, estando a la mesa, le pedía algo; en suma, lo trataba como al aíre. El, por lo demás, tampoco era muy cortés con ella. Uno o dos días antes de la escena junto al lago la muchacha me llamó aparte; tenía algo que contarme. Me dijo entonces que el señor K. se le había acercado en una época en que su mujer se encontraba ausente por varias semanas, la había requerido de amores vivamente, pidiéndole que gustase de él; le dijo que nada le importaba de su mujer, etc.».
-Son las mismas palabras que usó cuando la requirió a usted, y a raíz de las cuales usted le dio la bofetada en el rostro.
-«Sí. Ella cedió, pero al poco tiempo él ya no le hizo caso, y desde entonces ella lo odiaba».
-¿Y esta gobernanta había dado preaviso?
-«No; estaba a punto de hacerlo. Me dijo que enseguida, cuando se sintió abandonada, contó lo sucedido a sus padres, que son gente decente y viven en algún lugar de Alemania. Los padres le exigieron que abandonase al instante la casa, y le escribieron que si no lo hacía no querían saber nada más de ella, no la autorizarían nunca más a regresar a casa».
-¿Y por qué no se fue?
-«Dijo que quería esperar todavía un poco para ver si el señor K. cambiaba de proceder. No aguantaba vivir así. Si no veía cambio alguno, daría preaviso y se iría».
-¿Y qué se hizo de la muchacha?
-«Sólo sé que se ha ido».
-¿No tuvo un hijo de esa aventura?
-«No».
En mitad del análisis había salido entonces a la luz -en un todo de acuerdo con las reglas, por lo demás- un fragmento de material fáctico que ayudaba a solucionar problemas antes planteados. Pude decir a Dora:
-Ahora conozco el motivo de aquella bofetada con que usted respondió al cortejo. No fue la afrenta por el atrevimiento de él, sino la venganza por celos. Cuando la señorita le contó su historia, usted echó mano de su arte para desechar todo cuanto no convenía a sus sentimientos. Pero en el momento en que el señor K. usó las palabras «Nada me importa de mi mujer», que había dicho también a la señorita, nuevas mociones se despertaron en usted y la balanza' se inclinó. Usted se dijo: ¿Cómo se atreve a tratarme como a una gobernanta, a una persona de servicio? A esta afrenta al amor propio se sumaron los celos y los motivos de sensatez concientes: en definitiva, era demasiado. (Quizá no fuera indiferente el hecho de que Dora podría haber oído de su padre, como yo mismo se lo escuché decir a él, idéntica queja respecto de su mujer, queja cuyo significado ella comprendía bien.) Como prueba de la gran impresión que le ha causado la historia de la señorita, le aduzco sus repetidas identificaciones con ella en su sueño y en su propia conducta. Usted se lo dice a sus padres, cosa que hasta aquí no habíamos entendido, tal como la señorita se lo escribió a los suyos. Usted se despide de mí como una gobernanta, con un preaviso de 14 días. La carta del sueño, que le permite a usted regresar a casa, es un correspondiente de la carta de los padres de la señorita, donde le prohibían hacerlo.
-«¿Y por qué entonces no se lo conté enseguida a mis padres?».
-¿Qué tiempo dejó pasar antes de hacerlo?
-«La escena ocurrió el último día de junio; se lo conté a mi madre el 14 de julio».
-¡Entonces otra vez 14 días, el plazo característico para una persona de servicio! Ahora puedo responder a su pregunta. Usted comprendió muy bien a la pobre muchacha. Ella no quería irse enseguida porque todavía tenía esperanzas, porque aguardaba a que el señor K. le volviera a dar su ternura. Ese mismo tiene que haber sido su motivo: aguardó a que expirara el plazo para ver si él renovaría su cortejo; de ahí habría inferido que él la tomaba en serio, y que no quería jugar con usted como con la gobernanta.
-«En los primeros días que siguieron a mi partida él me envió aún una tarjeta postal». (Es el apuntalamiento para el ingeniero que se oculta tras el yo de Dora en la primera situación onírica.)
-Sí, pero como no vino nada más, usted dio libre curso a su venganza. Puedo imaginar incluso que en esa época usted abrigaba un propósito colateral: el de moverlo, mediante la acusación, a viajar al lugar donde usted residía.
_«. . Eso es lo primero que ofreció hacer» -interrumpió Dora.
-Entonces la nostalgia que usted sentía por él se hubiera apaciguado -aquí ella movió la cabeza en señal de asentimiento, cosa que yo no había esperado- y él habría podido darle la satisfacción que usted pedía.
-«¿Qué satisfacción?».
-Es que empiezo a sospechar que usted tomó su relación con el señor K. mucho más en serio de lo que ha dejado traslucir hasta aquí. ¿No se hablaba a menudo de divorcio entre los K.?
-«Sin duda; primero ella no quería, por los niños; ahora ella quiere, pero él no quiere más».
-¿No ha pensado en que él quería divorciarse de su mujer para casarse con usted? ¿Y que ahora ya no quiere hacerlo, porque no tiene ninguna sustituta? Dos años atrás, es cierto, era usted muy joven; pero usted me ha contado que su mamá se comprometió teniendo 17 años y después esperó dos años a su marido. La historia amorosa de la madre suele convertirse en el modelo para la hija. Por eso usted también lo esperaría, y suponía que él sólo esperaba hasta que usted fuera bastante madura para convertirse en su mujer. (El esperar para alcanzar la meta se encuentra en el contenido de la primera situación onírica; en esta fantasía de la espera del novio veo un fragmento del tercer componente de este sueño, que ya hemos anunciado.) Imagino que ese era en usted un plan de vida muy serio. Ni siquiera le queda el derecho de sostener que semejante propósito estaba excluido para el señor K.; me ha contado de él bastantes cosas que apuntan directamente a un propósito así. (En particular, una frase con que él había acompañado un regalo de Navidad, una cajita para guardar la correspondencia, el último año de su convivencia en B.) Tampoco contradice esto la conducta de él en L. Usted no lo dejó terminar y no sabe lo que quería decirle. Además, el plan no habría sido de ejecución tan imposible. Las relaciones entre su papá y la señora K., que usted probablemente apoyó tanto tiempo sólo por eso, le daban la seguridad de que se obtendría la aquiescencia de la mujer para el divorcio, y de :su papá consigue usted lo que quiere. En verdad, si la tentación de L. hubiera tenido otro desenlace, esa habría sido la única solución posible para todas las partes. Creo también que por eso lamentó usted tanto el otro desenlace, y lo corrigió en la fantasía que se presentó como apendicitis. Tiene que haber sido, entonces, un serio desengaño para usted que en vez de un renovado cortejo, sus acusaciones tuvieran por resultado la negativa y las calumnias de parte del señor K. Usted confiesa que nada la enfurece más que se crea que imaginó la -escena del lago. Ahora sé qué es lo que no quiere que le recuerden: que usted imaginó que el cortejo iba en serio y el señor K. no cejaría hasta que usted se casara con él.
Ella había escuchado sin contradecirme como otras veces. Parecía conmovida; se despidió de la manera más amable, con cálidos deseos para el próximo año y ... no regresó. El padre, que me visitó todavía algunas veces, aseguraba que volvería; se la notaba nostalgiosa de proseguir el tratamiento. Pero él no era del todo sincero. Apoyó la cura mientras pudo alentar la esperanza de que yo «disuadiría» a Dora de la idea de que entre él y la señora K. había otra cosa que amistad. Su interés se desvaneció al notar que no estaba en mis propósitos conseguir tal resultado. Yo sabía que ella no regresaría. Fue un inequívoco acto de venganza el que ella, en el momento en que mis expectativas de feliz culminación de la cura. habían alcanzado su apogeo, aniquilase de manera tan inopinada esas esperanzas. También su tendencia a dañarse a sí misma contribuyó a ese proceder. Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que moran, apenas contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado para la eventualidad de no salir indemne de esta lucha. ¿Habría conservado a la muchacha para el tratamiento sí yo mismo hubiera representado un papel, exagerando el valor que su permanencia tenía para mí y testimoniándole un cálido interés que, por más que mi posición de médico lo atemperase, no habría podido menos que resultar un sustituto de la ternura que ella anhelaba? No lo sé. Puesto que en todos los casos permanecen ignotos una parte de los factores que nos salen al paso en calidad de resistencia, he evitado siempre asumir papeles y me he contentado con un arte psicológico más modesto. A despecho de todo interés teórico y de todo afán médico por curar, tengo bien presente que la influencia psíquica necesariamente tiene sus límites, y respeto como tales también la voluntad y la inteligencia del paciente.
Tampoco sé si el señor K. habría logrado más de haber descubierto que aquella bofetada en modo alguno significaba un «no» definitivo, sino que respondía a los celos que últimamente habían despertado en Dora, mientras que las mociones más potentes de su vida anímica aún tomaban partido en favor de él. Si no hubiera hecho caso de este primer «no» y hubiese proseguido su cortejo con pasión convincente, el resultado habría podido ser fácilmente otro: que la inclinación de la muchacha se abriese paso en medio de todos los escollos interiores. Pero opino que, con igual facilidad, habría podido estimularla así a satisfacer en él su manía de venganza con mayor intensidad aún. Nunca puede calcularse el desenlace de la lucha entre los motivos: si se cancelará la represión o se la reforzará. La incapacidad para cumplir la demanda real de amor es uno de los rasgos de carácter más esenciales de la neurosis; los enfermos están dominados por la oposición entre la realidad y la fantasía. Lo que anhelan con máxima intensidad en sus fantasías es justamente aquello de lo que huyen cuando la realidad se los presenta; y se abandonan a sus fantasías con tanto mayor gusto cuando ya no es de temer que se realicen. Cierto es que las barreras erigidas por la represión pueden caer bajo el asalto de excitaciones violentas, ocasionadas por la realidad; la neurosis puede todavía ser derrotada por esta última. Pero, en general, no podemos calcular en quién sería posible esta curación, ni por cuál medio. (Añadiré algunas observaciones sobre el edificio de este sueño, el cual no se deja comprender tan a fondo que se
pudiera intentar su síntesis. Como un fragmento antepuesto a manera de fachada puede destacarse la fantasía de venganza contra el padre: Ella se ha ido arbitrariamente de casa; el padre enferma, después muere. . . . Ahora ella llega a casa, todos los otros ya están en el cementerio. Va a su habitación, en modo alguno está triste, y lee tranquila la enciclopedia. Entretanto, dos alusiones a otro acto de venganza que ella ejecuta realmente cuando deja al alcance de sus padres una carta de despedida: La carta (en el sueño es de su mamá) y la mención de las exequias de aquella tía que Dora tomó por modelo, - Tras esta fantasía se ocultan los pensamientos de venganza contra el señor K., alos que ella ha encontrado una salida en su conducta hacia mí. La muchacha de servicio, la invitación, el bosque, las dos horas y media [«las dos horas» en las ediciones anteriores a 1924], provienen del material de los sucesos de L. El recuerdo de la gobernanta y su intercambio epistolar con sus padres se conjuga con el elemento de la carta de despedida de Dora en la carta que aparece en el contenido del sueño, aquella en que le permiten volver a casa. La negativa a dejarse acompañar, la decisión de ir sola, pueden traducirse acaso así: «Puesto que me has tratado como a una muchacha de servicio, te dejo plantado, sigo sola mi camino y no me caso». - En otros pasajes, oculto por estos pensamientos vengativos, se trasluce un material compuesto de fantasías tiernas provenientes del amor por el señor K., que prosiguió inconcientemente: «Te habría esperado hasta ser tu mujer», la desfloración, el parto. - Por último, pertenece al cuarto círculo de pensamientos, escondidos en lo más profundo (el del amor hacia la señora K.), el hecho de que la fantasía de desfloración se figure desde el punto de vista del hombre (identificación con el admirador que ahora está en el extranjero), y que en dos pasajes se contengan las más nítidas alusiones a dichos de doble sentido («¿Vive aquí el señor ... ?») y a la fuente no oral de sus conocimientos sexuales (enciclopedia). - En este sueño hallan su cumplimiento mociones crueles y sádicas.)
Epílogo
Es cierto que anuncié esta comunicación como fragmento de un análisis; pero se la habrá hallado incompleta en medida mucho mayor de lo que el título haría esperar. Conviene que ensaye fundamentar esas omisiones, que en modo alguno se deben al azar.
Falta una serie de resultados del análisis; la razón de ello es, en parte, que en el momento en que se interrumpió el trabajo no se los había llegado a discernir con suficiente certeza y, en parte, que habrían requerido desarrollarse más para alcanzar valor general. En otros lugares, donde me pareció lícito, indiqué el rumbo probable en que se hallaría cada solución. Además, omití por completo la técnica (que no es obvia ni mucho menos), única que permite extraer de las ocurrencias del enfermo, como material en bruto, el metal puro y valioso de los pensamientos inconcientes. Esto presenta la desventaja de que el lector no pueda comprobar, en mi exposición, si he aplicado de manera correcta el procedimiento; pero me pareció totalmente impracticable tratar al mismo tiempo de la técnica de análisis y de la estructura interna de un caso de histeria; para mí se convertiría en una tarea casi imposible, y con seguridad el lector hallaría indigerible la lectura. La técnica exige, absolutamente, una exposición separada, que la elucide sobre la base de numerosos ejemplos tomados de los casos más diversos, y que pueda prescindir del resultado a que se llegó en cada uno de ellos. Tampoco intenté fundamentar aquí las premisas psicológicas que se traslucen en mis descripciones de fenómenos psíquicos. Nada se lograría con una fundamentación incidental; y una bien circunstanciada constituiría una obra especial. Sólo puedo asegurar que fui al estudio de los fenómenos que revela la observación de los psiconeuróticos sin sentirme obligado hacia ningún sistema psicológico en particular. Y después modifiqué una y otra vez mis opiniones, hasta que me parecieron aptas para dar razón de la trama de lo observado. No me enorgullezco de haber evitado la especulación; pero el material de estas hipótesis se obtuvo mediante la más amplia y laboriosa observación, En particular, podrá chocar el carácter tajante de mi punto de vista acerca del inconciente, pues opero con representaciones, itinerarios de pensamiento y mociones inconcientes como si fueran unos objetos de la psicología tan buenos e indubitables como todo lo conciente; pero hay algo de lo que estoy seguro: quienquiera que emprenda la exploración del mismo campo de fenómenos y empleando idéntico método no podrá menos que situarse en este punto de vista, a pesar de todas las disuaciones de los filósofos.
Aquellos colegas que juzgan puramente psicológica mi teoría de la histeria, y por eso la declaran de antemano incapaz de dar solución a un problema patológico, deducirán de este ensayo que su reproche trasfiere ilícitamente a la teoría lo que constituye un carácter de la técnica. Sólo la técnica terapéutica es puramente psicológica; la teoría en modo alguno deja de apuntar a las bases orgánicas de la neurosis, si bien no las busca en una alteración anátomo-patológica; cabe esperar encontrarse con una alteración química, pero, no siendo ella todavía aprehensible, la teoría la sustituye provisionalmente por la función orgánica. Nadie podrá negar el carácter de factor orgánico que presenta la función sexual, en la cual yo veo el fundamento de la histeria así como de las psiconeurosis en general. Conjeturo que una teoría de la vida sexual no podrá evitar la hipótesis de que existen unas determinadas sustancias sexuales de efecto excitador. Es que, entre todos los cuadros patológicos, los más próximos a las psiconeurosis genuinas son los de intoxicación y abstinencia, en el caso de uso crónico de ciertos venenos. (Cf el tercero de los Tres ensayos (1905d), y «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis» (1906a))
En cuanto a lo que hoy puede afirmarse acerca de la «solicitación somática», los gérmenes infantiles de la perversión, las zonas erógenas y la disposición (constitucional} a la bisexualidad, tampoco lo he consignado en este ensayo; sólo he puesto de relieve los lugares en que el análisis tropieza con estos fundamentos orgánicos de los síntomas. Más no puede hacerse respecto de un caso aislado; para evitar una elucidación incidental de estos factores me asistieron las mismas razones que antes apunté. Esto es motivo suficiente para producir otros trabajos, apoyados en un número mayor de análisis.
Ahora bien; con esta publicación tan incompleta quise lograr dos cosas. En primer lugar, mostrar, como complemento a mi libro sobre la interpretación de los sueños, el modo en que este arte, de lo contrario inútil, puede aplicarse al descubrimiento de lo escondido y lo reprimido en el interior de la vida anímica; además, a raíz del análisis de los dos sueños aquí comunicados, se tomó en consideración la técnica de la interpretación de sueños, parecida a la técnica psicoanalítica. En segundo lugar, quise despertar interés por una serie de cosas que la ciencia sigue ignorando totalmente; es que sólo la aplicación de este procedimiento específico permite descubrirlas. Nadie pudo tener una vislumbre certera acerca de la complicación de los procesos psíquicos en el caso de la histeria, de la sucesión de las más diversas mociones, del vínculo recíproco de los opuestos, de las represiones y desplazamientos, etc. La insistencia de Janet en la idée fixe, que se traspone en el síntoma, no es más que una esquematización verdaderamente lamentable. ([Véase, por ejemplo, el capítulo II («Les idées fixes») de Janet (1.894).]) No podemos evitar la conjetura de que unas excitaciones cuyas respectivas representaciones son insusceptibles de conciencia repercutirán entre sí diversamente, tendrán otros circuitos y llevarán a otras exteriorizaciones que las que llamamos «normales», cuyo contenido de representaciones nos deviene conciente. Una vez puesto en claro lo anterior, nada más podrá oponerse a la comprensión de una terapia que suprime síntomas neuróticos mudando representaciones del primer tipo en representaciones normales.
También me interesaba mostrar que la sexualidad no interviene meramente como un deus ex machina que se presentaría de improviso en algún punto de la trama de procesos característicos de la histeria, sino que presta la fuerza impulsora para cada síntoma singular y para cada exteriorización singular de un síntoma. Los fenómenos patológicos son, dicho llanamente, la práctica sexual de los enfermos. Un caso aislado nunca permitirá demostrar una tesis tan general; pero puedo repetir una y otra vez -porque siempre hallo que es así- que la sexualidad constituye la clave para el problema de las psiconeurosis, así como de las neurosis en general. El que se niegue a reconocerlo jamás podrá descubrir esa clave. Estoy esperando todavía las indagaciones destinadas a refutar o restringir esa tesis. Lo que he escuchado hasta ahora no fueron sino exteriorizaciones de disgusto personal o de incredulidad. Basta oponerles el dicho de Charcot: «Ça n'empêche pas d'exister». ((«Eso no impide que las cosas sean como son».) [Esta es una de las citas favoritas de Freud; véase su nota necrológica sobre Charcot (1893f).])
El caso de cuyo historial clínico y terapéutico he publicado aquí un fragmento tampoco es apropiado para poner bajo su justa luz el valor de la terapia psicoanalítica. No sólo la brevedad del tratamiento, que apenas llegó a tres meses; también otro factor, inherente al caso mismo, impidió que la cura concluyese con la mejoría que en otras ocasiones puede alcanzarse, una mejoría admitida por el enfermo y sus parientes y que se aproxima más o menos a una curación completa. Se alcanza ese feliz resultado cuando los fenómenos patológicos son sustentados únicamente por el conflicto interior entre las mociones tocantes a la sexualidad. En estos casos, uno ve mejorar el estado de los enfermos en la medida en que, traduciendo el material patógeno en un material normal, se ha contribuido a que solucionen sus problemas psíquicos. Otro es el desarrollo cuando los síntomas se han puesto al servicio de motivos vitales externos, como le había ocurrido a Dora desde los últimos dos años. Uno se sorprende, y puede con facilidad errar el camino, al enterarse de que el estado de los enfermos no da señales de cambiar ni aun cuando el trabajo ha proseguido largamente. En realidad, las cosas no son tan enfadosas; es cierto que los síntomas no desaparecen mientras dura el trabajo, pero sí un tiempo después, cuando se han disuelto los vínculos con el médico. La dilación de la cura o de la mejoría sólo es causada, en realidad, por la persona del médico.
Para que se comprenda ese estado de cosas, tenemos que hacer una digresión algo más amplia. En el curso de una cura psicoanalítica, la neoformación de síntoma se suspende (de manera regular, estamos autorizados a decir); pero la productividad de la neurosis no se ha extinguido en absoluto, sino que se afirma en la creación de un tipo particular de formaciones de pensamiento, las más de las veces inconcientes, a las que puede darse el nombre de «trasferencias».
¿Qué son las trasferencias? Son reediciones, recreaciones de las mociones y fantasías que a medida que el análisis avanza no pueden menos que despertarse y hacerse concientes; pero lo característico de todo el género es la sustitución de una persona anterior por la persona del médico. Para decirlo de otro modo: toda una serie de vivencias psíquicas anteriores no es revivida como algo pasado, sino como vínculo actual con la persona del médico. Hay trasferencias de estas que no se diferencian de sus modelos en cuanto al contenido, salvo en la aludida sustitución. Son entonces, para continuar con el símil, simples reimpresiones, reediciones sin cambios. Otras proceden con más arte; han experimentado una moderación de su contenido, una sublimación, como yo lo digo, y hasta son capaces de devenir concientes apuntalándose en alguna particularidad real de la persona del médico o de las circunstancias que lo rodean, hábilmente usada.
Cuando uno se adentra en la teoría de la técnica analítica, llega a la intelección de que la transferencia es algo necesario. Al menos, uno se convence en la práctica de que no hay medio alguno para evitarla, y que es preciso combatir a esta ultima creación de la enfermedad como se lo hace con todas las anteriores. Ahora bien, esta parte del trabajo es, con mucho, la más difícil. La interpretación de los sueños, la destilación de los pensamientos inconcientes a partir de las ocurrencias del enfermo, y otras artes parecidas de traducción, se aprenden con facilidad; el enfermo siempre brinda el texto para ello. Únicamente a la transferencia es preciso colegirla casi por cuenta propia, basándose en mínimos puntos de apoyo y evitando incurrir en arbitrariedades. Pero no se puede eludirla; en efecto, es usada para producir todos los impedimentos que vuelven inasequible el material a la cura, y, además, sólo después de resolverla puede obtenerse en el enfermo la sensación de convencimiento en cuanto a la corrección de los nexos construidos.
Se tenderá a considerar una seria desventaja del procedimiento, de por sí nada cómodo, el hecho de que multiplique el trabajo del médico creando un nuevo género de productos psíquicos patológicos. Y aun se querrá inferir, de la existencia de las trasferencias, que la cura analítica es dañina para el enfermo. Las dos cosas serían erróneas. El trabajo del médico no es multiplicado por la transferencia; puede resultarle indistinto, en efecto, tener que vencer la moción respectiva del enfermo en conexión con su Persona o con alguna otra. Pero tampoco la cura obliga al enfermo, mediante la transferencia, a una neoproducción que de otra manera no habría consumado. Si se producen curaciones de neurosis también en institutos que excluyen el tratamiento psicoanalítico; si pudo decirse que la histeria no era curada por el método, sino por el médico; si suele obtenerse por resultado una ciega dependencia y un permanente cautiverio del enfermo respecto del médico que lo liberó de sus síntomas mediante sugestión hipnótica, la explicación científica de todo eso ha de verse en las «trasferencias» que el enfermo emprende regularmente sobre la persona del médico. La cura psicoanalítica no crea la transferencia; meramente la revela, como a tantas otras cosas ocultas en la vida del alma. La única diferencia reside en que, espontáneamente, el enfermo sólo da vida a trasferencias tiernas y amistosas que contribuyan a su curación; y donde esto no es posible, se alejará todo lo rápido que pueda, sin ser influido por el médico que no le es «simpático». En el psicoanálisis, en cambio, de acuerdo con su diferente planteo de los motivos, son despertadas todas las mociones, aun las hostiles; haciéndolas concientes se las aprovecha para el análisis, y así la transferencia es aniquilada una y otra vez. La transferencia, destinada a ser el máximo escollo para el psicoanálisis, se convierte en su auxiliar más poderoso cuando se logra colegirla en cada caso y traducírsela al enfermo. (Nota agregada en 1923. Lo que aquí decimos sobre la transferencia se continúa en mi ensayo técnico sobre el «amor de transferencia» (1915a) [yen el trabajo anterior, más teórico, «Sobre la dinámica de la transferencia» (1912b). – Freud ya había examinado con cierta extensión la transferencia en su capítulo sobre «La psicoterapia de la histeria», en Estudios sobre la histeria (Breuer yFreud, 1895), AE, 2, págs. 306-8; pero el presente pasaje es el primero en el que indica la importancia de la transferencia en el proceso terapéutico del psicoanálisis. El término «transferencia» («Obertragung»), que aparece por primera vez en Estudios sobre la histeria, fue empleado en un sentido algo distinto, más general, en algunos fragmentos de La interpretación de los sueños (1900a) (p. e¡., en AE, 5, págs. 554 y sigs.))
Me vi obligado a hablar de la transferencia porque sólo este factor me permitió esclarecer las particularidades del análisis de Dora. Lo que constituye su ventaja y lo hizo parecer apto para una primera publicación introductoria -su particular transparencia- guarda íntima relación con su gran falla, la que llevó a la ruptura prematura. Yo no logré dominar a tiempo la transferencia; a causa de la facilidad con que Dora ponía a mi disposición en la cura una parte del material patógeno, olvidé tomar la precaución de estar atento a los primeros signos de la transferencia que se preparaba con otra parte de ese mismo material, que yo todavía ignoraba. Desde el comienzo fue claro que en su fantasía yo hacía de sustituto del padre, lo cual era facilitado por la diferencia de edad entre Dora y yo. Y aun me comparó concientemente con él; buscaba angustiosamente asegurarse de mi cabal sinceridad hacia ella, pues su padre «prefería siempre el secreto y los rodeos tortuosos». Después, cuando sobrevino el primer sueño, en que ella se alertaba para abandonar ti cura como en su momento lo había hecho con la casa del señor V, yo mismo habría debido tomar precauciones, diciéndole: «Ahora usted ha hecho una transferencia desde el señor K. hacia mí. ¿Ha notado usted 'algo que le haga inferir malos propósitos, parecidos (directamente o por vía de alguna sublimación) a los del señor K.? ¿Algo le ha llamado la atención en mí o ha llegado a saber alguna cosa de mí que cautive su inclinación como antes le ocurrió con el señor K.?». Entonces su atención se habría dirigido sobre algún detalle de nuestro trato, en mi persona o en mis cosas, tras lo cual se escondiera algo análogo, pero incomparablemente más importante, concerniente al señor K. Y mediante la solución de esta transferencia el análisis habría obtenido el acceso a un nuevo material mnémico, probablemente referido a hechos. Pero yo omití esta primera advertencia; creí que había tiempo sobrado, puesto que no se establecían otros grados de la transferencia y aún no se había agotado el material para el análisis. Así fui sorprendido por la transferencia y, a causa de esa x por la cual yo le recordaba al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se había creído engañada y abandonada por él. De tal modo, actuó (agieren) un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar de reproducirlo en la cura. ([Este importante tema fue examinado más tarde por Freud en otro de sus trabajos técnicos, «Recordar, repetir y reelaborar», (1914g).]) No puedo saber, desde luego, cuál era esa x: sospecho que se refería a dinero, o eran celos por otra paciente que tras su curación siguió vinculada a mi familia. Cuando en el análisis es posible replegar tempranamente las trasferencias, su curso se vuelve más oscuro y se retarda, pero su subsistencia queda mejor asegurada frente a resistencias repentinas e insuperables.
En el segundo sueño de Dora, la transferencia estaba subrogada por varias y nítidas alusiones. Cuando me lo contó, yo aún no sabía -me enteré dos días después- que sólo nos quedaban por delante dos horas de trabajo, el mismo tiempo que pasó ante la imagen de la Madonna Sixtina y también (introduciendo una corrección: dos horas en lugar de dos horas y media) el que le indicaron como medida del camino costero del lago, que ella no desanduvo. Las aspiraciones y esperas del sueño, que se referían al joven que se había trasladado a Alemania y provenían de la espera hasta que el señor K. pudiera casarse con ella, ya se habían exteriorizado unos días antes en la transferencia: La cura se le -hacía larga, no tendría la paciencia de esperar tanto, mientras que en las primeras semanas había demostrado la suficiente penetración para atender, sin hacer tales objeciones, a mi anuncio de que su restablecimiento pleno requeriría tal vez un año. El rechazo del acompañante y la preferencia por ir sola, que aparecen en el sueño y provienen de la visita a la galería de Dresde, debía experimentarlos yo mismo el día señalado. Tenían sin duda este sentido: «Puesto que todos los hombres son detestables, prefiero no casarme. Es mi venganza». (A medida que me voy alejando en el tiempo de la terminación de este análisis, tanto más probable me parece que mi error técnico consistiera en la siguiente omisión: No atiné a colegir en el momento oportuno, y comunicárselo a la enferma, que la moción de amor homosexual (ginecófila) hacia la señora K. era la más fuerte de las corrientes inconcientes de su vida anímica. Habría debido conjeturar que ninguna otra persona que la señora K. podía ser la fuente principal del conocimiento que Dora tenía de cosas sexuales: la misma persona que la acusó por el interés que mostraba hacia tales asuntos. Era bien llamativo que supiera todas esas cosas chocantes, y nunca quisiera saber de dónde las sabía. Habría debido tratar de resolver ese enigma y buscar el motivo de esa extraña represión. El segundo sueño me lo podría haber traslucido. La implacable manía de venganza que este sueño expresaba era más apta que ninguna otra cosa para ocultar la corriente opuesta: la nobleza con que ella perdonó la traición de la amiga amada y ocultó a todos que fue ella, justamente, quien le hizo las revelaciones sobre cuyo conocimiento la calumnió después. Antes de llegar a individualizar la importancia de la corriente homosexual en los psiconeuróticos me quedé muchas veces atascado, o caí en total confusión, en el tratamiento de ciertos casos.)
En los casos en que mociones de crueldad y de venganza que ya en la vida del enfermo se aplicaron a la sustentación de sus síntomas; se trasfieren al médico en el curso de la cura, antes que él haya tenido tiempo de apartarlos de su persona reconduciéndolos a sus fuentes, no puede maravillar que el estado de los enfermos no acuse el efecto de su empeño terapéutico. Pues, ¿qué mejor venganza para estos que mostrar, en su propia persona, la impotencia y la incapacidad del médico? Empero, no me inclino a subestimar el valor terapéutico de tratamientos aun tan fragmentarios como el de Dora.
Hubieron de pasar quince meses de la conclusión del tratamiento y del presente informe antes de que recibiera noticias del estado de mi paciente y, con ellas, del desenlace de la cura. En una fecha no del todo indiferente, el primero de abril -sabemos que las precisiones de tiempo no carecían de importancia en su caso-, se me presentó para poner fin a su historia y pedirme nuevo auxilio: pero una mirada a la expresión de su rostro me hizo adivinar que no tomaba en serio ese pedido. En las cuatro a cinco semanas posteriores al fin del tratamiento anduvo «toda revuelta», según dijo. Luego le sobrevino una gran mejoría, los ataques ralearon, se puso de mejor talante. En mayo de ese año murió un hijo del matrimonio K., que siempre había sido enfermizo. A raíz del duelo hizo a los K. una visita de condolencias, y ellos la recibieron como si nada hubiera ocurrido en esos últimos tres años. En ese momento se reconcilió con ellos; se vengó de ellos y llevó su asunto a una conclusión que le resultaba satisfactoria. Dijo a la mujer: «Sé que tienes una relación con mi papá», y ella no lo negó. Y movió al marido a confesar la escena junto al lago, que él antes había impugnado. Llevó entonces a su padre esta noticia, justificatoria para ella. No reanudó el trato con esa familia.
Le fue después muy bien hasta mediados de octubre, época en la cual le sobrevino otro ataque de afonía, que perduró unas seis semanas. Sorprendido ante esa comunicación, le pregunté si había habido alguna ocasión para ello, v me enteré de que el ataque había seguido a un fuerte susto. Vio cómo una persona era arrollada por un carruaje. Por último sacó a relucir que la víctima del accidente no era otra que. el señor K. Lo encontró un día por la calle, en un lugar de intenso tránsito; él se quedó atónito, como confuso, ante la presencia de ella, y en ese estado de olvido de sí mismo se dejó atropellar por un carruaje. (Una interesante contribución a los intentos de suicidio indirecto, de los que me ocupo en mi Psicopatología de la vida cotidiana [1901b, capítulo VIII].) Por lo demás, ella se cercioró de que había pasado por el trance sin grave daño. Todavía se pica algo cuando oye hablar de las relaciones de su papá con la señora K., pero ya no se inmiscuye en ellas. Me dijo que estaba consagrada a sus estudios y no pensaba en casarse.
Demandaba mi ayuda por una neuralgia facial, del lado derecho, que ahora la acosaba día y noche. -¿Desde cuándo? -le pregunté-. «Desde hace justamente catorce días». (Véase, en el análisis del segundo sueño, el significado de este plazo y su relación con el tema de la venganza) No pude menos que reír, pues me fue posible demostrarle que justamente catorce días antes había leído en los diarios una noticia referida a mí, cosa que ella confirmó (esto sucedió en 1902). ([La noticia era, sin duda, la designación de Freud para ocupar una cátedra como profesor, en marzo de ese año.])
La pretendida neuralgia facial respondía entonces a un autocastigo, al arrepentimiento por el bofetón que propinó aquella vez al señor K. y por la transferencia vengativa que hizo después sobre mí. No sé qué clase de auxilio pretendía de mí, pero le prometí disculparla por haberme privado de la satisfacción de librarla mucho más radicalmente de su penar.
Han pasado, de nuevo, varios años desde su visita. La muchacha se ha casado, y por cierto con aquel joven a quien, si todos los indicios no me engañan, aludían las ocurrencias que tuvo al comienzo del análisis del segundo sueño. ([En las ediciones de 1909, 1912 y 1921 figuraba en este punto la siguiente nota al pie: «Esta idea era equivocada, como pude averiguar más adelante».]).
Si el primer sueño dibujaba el apartamiento del hombre amado y el refugio en el padre, vale decir, la huida de la vida hacia la enfermedad, este segundo sueño anunciaba que se desasiría del padre y se recuperaría para la vida.
Palabras preliminares.
El cuadro clínico.
El Primer sueño
domingo, 25 de mayo de 2008
"Caso Dora" (4º parte)
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